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Mes: enero 2004

Orión

Orión

Cuando es de noche y paseo por la calle, siempre trato de mirar al cielo. Las noches invernales son las más preciosas de todo el año, y una de mis constelaciones favoritas es Orión. De manera clarísima se levantan las dos estrellas de los hombros, Betelgeuse y Bellatrix, las tres estrellas del cinto y las dos estrellas de los pies, de las cuales la de la derecha se llama Rígel. En la antigua leyenda griega, el cazador Orión tenía fama de poder vencer a cualquier fiera. Debido a ello, entre él y el Escorpión se desató una dura batalla. La leyenda continúa relatando que Ulises, durante su viaje a los infiernos, se encontró con el gran cazador Orión, quien lo condujo donde se hallaban los gigantes de la antigüedad Otos y Ephialtes. Se consideraba que éstos habían sido, después de Orión, los gigantes más bellos que jamás habían existido. Orión era considerado también como un gran caminante y, gracias a su enorme fuerza, como un gran benefactor de la Humanidad.
Bueno, pues ésa es un poco la mitología de Orión. Esto viene a colación porque a pesar de que el día este nublado o no haya más que negros nubarrones que no dejen ver ni la luna o tan sólo un pálido reflejo de su brillo, la realidad, a pesar de todo, nos dice que la noche está estrellada y que detrás de cada gran nube, hay infinidad de estrellas que titilan a modo de simpáticos guiños.
Mi afición por mirar las estrellas me levanta sentimientos de soledad, de sentirme irreal en un mundo perdido. Cuando estás aquí, tan solo, te da tiempo a pensar en muchas cosas. A veces es un peligro ceder a la tentación de perderte por los infinitos vericuetos de tu mente, pero siempre suele ser conveniente dedicarte unos pocos minutillos al día. Es una pena que tal como va la vida, casi no te quede tiempo para ti mismo, para tener una pequeña parcelita de soledad que, si es en el momento apropiado, puede ser muy aconsejable.
Hay un fragmento precioso de Juan Salvador Gaviota, que refleja bastante bien el ánimo un tanto apesadumbrado pero con las esperanzas intactas, al cual me refiero.
‘…Pasamos de un mundo a otro casi exactamente igual, olvidando enseguida de donde habíamos venido, sin preocuparnos hacia donde íbamos, viviendo el momento presente… Elegimos nuestro mundo venidero mediante lo que hemos aprendido en éste. No aprendas nada, y el próximo mundo puede ser igual…’

Incertidumbre

Incertidumbre

-¿A quién echarle la culpa de esta terrible situación? ¿A los dioses? ¿A mis padres?… Yo no puedo saberlo. Sin embargo, lo cierto es que esta incertidumbre me tortura, me mata. Y lo peor del caso es que pasan los años… y ¡nada! ¡ni la mujer, ni la yegua! ¡Qué horrible es ser centauro!

Las formas

Las formas

Durante una tormenta cayeron del cielo, entre la lluvia, todas las formas del mundo. Se mojaron, se ablandaron, se deformaron y se confundieron unas con otras. Un león ahora con forma de foca se arrastró por la hierba hasta que se cansó y se detuvo a morder margaritas. Un pararrayos ahora con forma de golondrina alzó vuelo y fue atrapado por un halcón que antes había sido una goma de borrar. Un niño ahora con forma de diccionario se deshojó un rato bajo la lluvia, y fue luego una pasta amarillenta. Un buey ahora con forma de cámara fotográfica hizo clic, clic, y se echó a andar hacia el norte magnético, ahora con forma de serpiente enroscada en un árbol. Una estrella fugaz que antes había sido un campanario trató de alumbrar un instante, pero se lo impidió la lluvia tenaz. Un coche que ante había sido un tiburón atropelló un telescopio que antes había sido una cáscara de banana. Un reloj que antes había sido un cruce de carreteras dijo cucú, cucú. La lluvia cesó y salió el sol. Las nuevas formas se secaron despacio, y cuando estuvieron bien firmes se separaron unas de otras y tomaron distintos caminos, asumiendo sus nuevos papeles. Una cosa eternamente informe, que por lo tanto no había participado en la metamorfosis, pero que había observado fascinada desde un bosque cercano, no se pudo contener y pensó un largo pensamiento informe.

Lujuria

Lujuria

¡Me encanta la lujuria! Bueno, tras este comienzo arrollador, lo que quiero decir que para mí la lujuria es algo estupendo. Al menos, claro, desde mi humilde punto de vista. En teoría, la lujuria es uno de los siete pecados capitales, pero yo nunca lo he visto como algo malo, porque creo que la lujuria fomenta la alegría y las ganas de vivir de las personas, y eso nunca puede ser malo, ¿no?
Vale, la palabreja es posible que esté asociada con ideas más negativas, pero es que no se me ocurre otra palabra que pueda sustituir ese concepto (además, cada uno le da a las palabras el sentido que prefiere, sobre todo cuando no se tiene muy claro qué representa exactamente la palabra en cuestión).
Creo que la lujuria es vida, o más bien, ganas de vivir. En realidad, cuando sales con los amigos y te diviertes, eso es en cierto modo lujuria. O te tomas una cervecita especial, que cuesta un mucho conseguirla, de las que salen en las series de televisión. Eso es lujuria. O cuando das un paseo por la playa, sintiendo el viento en la cara, y viendo las olas romper contra el malecón… O cuando estás con tu pareja y te dedicas a escucharle, a hacer planes, a mirar en la misma dirección, eso también es lujuria. Todo lo cotidiano tiene un componente lujurioso que sólo tenemos que buscar, y que podemos encontrar nosotros mismos, solos. Compartir este tipo de cosas hace que la lujuria adquiera un nuevo significado.
!Y todo esto sin hablar de sexo! Entonces sí que me quedo sin palabras, porque la lujuria en el sexo (y también fuera de él) es mágica, siempre buscando cosas nuevas, pero siempre teniendo en cuenta los deseos de la otra parte, siempre pensando en compartir, en desarrollar una cierta complicidad entre los dos.
La lujuria, al final, es un juego que nunca se juega dos veces de la misma manera; un juego innovador, que no cansa, que une, que te divierte. Vamos, que es algo de lo que hay que estar orgulloso y que hay que practicar a menudo. ¡Viva la lujuria!

La velocidad del tiempo

La velocidad del tiempo

 

Donde hay mucha gente el tiempo pasa más rápido. Para empezar, en el espacio vacío el tiempo no pasa, se queda quieto. Si introducimos allí una partícula de materia (una hormiga, un electrón, un alfiler), el tiempo empezará a moverse. Porque cada trozo de materia, por pequeño que sea, actúa como un acelerador de tiempo. Al agregar más partículas (otra hormiga, un puñados de alfileres, etc.) el tiempo correrá más rápido. Si en nuestro espacio introducimos un sistema complejo, formado por muchas partículas, como puede serlo una pareja de humanoides, un aljibe, dos o tres macetas con geranios, el tiempo adquirirá una velocidad considerable. Y así llegamos al caso de las grandes urbes, donde se han introducido millones de criaturas, automóviles, edificios, semáforos, etc. El tiempo pasa aquí a tal velocidad que prácticamente ya no se puede vivir.

El aviador imaginario

El aviador imaginario

El aviador imaginario miró a su alrededor. Desde los cielos de fantasía todo se veía distinto. Las personas casi no se distinguían en la tierra. Y en cierto sentido eso le reconfortaba. Huir del mundanal ruido de vez en cuando no estaba mal.
De pronto entro en una nube, y como imaginario que era se disolvió y desapareció para siempre.

Un puntito en el Universo

Un puntito en el Universo

 

¿Sabes exactamente dónde estás ahora? Estás en una ciudad, junto con mucha gente y en este momento existe una gran posibilidad de que muchas personas abriguen en sus corazones las mismas esperanzas y desesperanzas que abrigas tú.

Sigamos: eres un puntito microscópico en la superficie de una esfera. Esta esfera gira alrededor de otra, que a su vez está localizada en un lugar de una galaxia, junto con millones de esferas semejantes.

Esta galaxia forma parte de una cosa llamada Universo, llena de gigantescas aglomeraciones de estrellas. Nadie sabe exactamente dónde comienza y dónde termina eso que llaman Universo.

A pesar de todo, eres lo máximo. Luchas, te esfuerzas y tratas de mejorar. Tienes sueños. Estás alegre o triste o indeferente. ¡Qué maravilloso es vivir! ¡Y sentirse amado!

Demostración de Leinbach

Demostración de Leinbach

 

Las calles estaban casi desiertas. El reloj de un campanario dio las dos.
Qué bueno, pensó, que no tenga que ajustarme todavía a un horario de oficina, y que mañana pueda dormir hasta tarde. Caminó rápidamente, con seguridad, tarareando para sí. Al final empezó a cantar con una voz baja y poderosa que le pareció ajena. Quizás no sea yo, efectivamente. Quizás esté soñando. Quizás sea éste mi último sueño, ¡el sueño del que yace a punto de morir!. Recordó una idea que, años atrás, había expuesto Leinbach con bastante seriedad y vigor ante una gran audiencia. Leinbach había descubierto una prueba de que la muerte en verdad no existe. Está fuera de duda, había declarado, que no sólo los que mueren ahogados sino todos lo que mueren de la forma que sea, reviven toda la vida pasada a enorme velocidad.
Esta vida recordada debe tener también un último momento, y este último momento su propio último momento y así sucesivamente, y por lo tanto, el morir ya es en sí mismo la Eternidad, y por lo tanto, de acuerdo a la teoría de los límites, uno puede acercarse a la muerte pero nunca puede alcanzarla.

Día de meditación

Día de meditación

Hay días que me pongo a meditar. ¿Lo has hecho alguna vez? Anualmente, una semana después de pasadas las fiestas de Navidad. Cuando no hay nada especial que hacer, y por eso se convierte en un momento especial. El primer día en que, por fin, cada cosa regresa a su estado rutinario normal. Los familiares han vuelto a sus casas. También las Navidades han venido y se han ido, y como quiera que sea que hayan sido -buenas, malas, indiferentes-, ya se han acabado. Ha pasado el día de Navidad, el día de Año Nuevo y finalmente el de Reyes, y tanto si te has ido de juerga como si simplemente te has metido en la cama, ya ha finalizado todo. Todo ha quedado limpio ya de la porquería que siempre se produce en vacaciones, la casa está ordenada y las sobras han ido a parar a la basura. Es demasiado pronto para ponerse a preparar el viajecito de verano y demasiado pronto también para irse a tomar el sol a la playa.
Pero no puede decirse que se trate de un tiempo perdido por completo. Una tarde de domingo que dediques a pasear por tu barrio te informará de que la vida sigue su curso. Una mirada más detenida te muestra los brotes de la existencia de otra primavera a punto de aparecer en los árboles y, en la profundidad de sus lechos, los narcisos y los almendros sienten que algo comienza a moverse bajo sus pies. Y eso lo sabes porque tú mismo sientes que algo bulle también en tus propias raíces. Y los días son ya más largos.
Meditar no es cavilar, ni sentir, y ni siquiera meditar en el sentido religioso de la palabra. Es maravillarse a un nivel más profundo.
Este año me quedé maravillado la tarde del ‘Día de Meditación’.
Me puse a pensar en las chicas con las que había estado hacía tiempo. ¿Dónde se encontrarían ahora? ¿Qué aspecto tendrían? ¿Me habría perdido algo bueno? ¿Qué sucedería si intentara localizarlas y hacerles una llamada? (‘Hey, soy yo.’ ‘¿Quién?).
Me puse a pensar en aquella gente que todavía no lo saben, pero que no estarán ya aquí por estas fechas el año que viene para meditar. Si ya lo supieran ahora, ¿les ayudaría eso en algo? ¿Y qué pensar de todos esos niños que estarán aquí en esta misma época del año venidero, pero que, por el momento, no son más que un deseo de los padres?
Me puse a pensar en toda esa gente encerrada en la cárcel y torturada, sobre todo en aquellos que han sido castigados injustamente. ¿Tienen esperanzas?
En algún lugar del recorrido por ese camino de las cavilaciones del ‘Día de Meditación’, comencé a hacer pactos secretos conmigo mismo. Aquella clase de cosa que no cuentas a nadie porque no quieres que te pillen haciendo algo tan ridículo como los propósitos del Año Nuevo. Conservas este material en tu interior para no ser sorprendido en un renuncio, y que después no hagas aquello que has dicho que ibas a hacer. (Una vez confeccioné una lista con todo lo bueno que había realizado el año que acababa de finalizar y, a continuación, la expresé en forma de ficha de propósitos y le puse una fecha ya pasada. Eso sí que es hacer las cosas bien. 8-))
Cuando medito, recuerdo siempre los días pasados en el instituto. La vuelta al instituto la primera semana después de las vacaciones navideñas, prometiéndome secretamente a mí mismo que, ese año, iba a hacer las cosas mucho mejor. Y, ciertamente, las hacía mejor durante unos cuantos días. Nunca continuaba haciéndolas mejor -existen tantas maneras de distraerte cuando eres jovencito-, pero, al menos durante unos cuantos días -unos cuantos días de esperanzadora posibilidad había demostrado que, en efecto, podía hacerlas mejor. Si quería.
Ahora, pasados los treinta, en un momento de la experiencia en que se tiene un poquito de cuidado, en que todo es más incierto y uno se vuelve reflexivo, casi inconscientemente me prometo lo mismo. Podría hacerlo mejor. Y los políticos y el Papa y el resto de la Humanidad. Lo podríamos hacer mejor.
Me estoy acordando ahora de un cuento que oí sobre un hombre que encontró el caballo del rey y, como no sabía que era el caballo del rey, se lo quedó; pero el rey dio con él, lo arrestó e iba a ajusticiarlo por robar el caballo. El buen hombre trató de explicarse y dijo que aceptaría gustoso el castigo, pero ¿sabía el rey que podía enseñar a hablar al caballo y, de esta manera el rey se convertiría en un señor más poderoso, con un caballo que hablaba y todo? El rey pensó muy bien lo que podía perder y le concedió un año de plazo. Bueno, los amigos del buen hombre pensaban que estaba loco de remate. Pero el hombre les dijo: ¿Quién sabe?; el rey puede morir, yo puedo morir, el mundo puede acabarse, el rey puede olvidarse. Y a lo mejor, quizá, quizás, el caballo, pueda aprender a hablar.
Siempre debemos creer que puede pasar cualquier cosa.
Ésa es la razón por la que, cuando me preguntan dónde he estado, siempre digo: ‘Ah, hablando con un caballo.’ Así doy materia para meditar.

El mar y yo

El mar y yo

 

De este lado está el mar. El de la infancia, el grande, el inmenso mar. Del otro lado quedo yo, mis miserias, mis grandezas, yo. Cae una lluvia fina que pincha en la piel, pero los míos no se preocupan de las cosas que os preocupan a vosotros, a los míos sólo nos importa el mar, grande inmenso; se me mojan las manos, el pelo que se pega a la espalda, la cara, los ojos, pero no me doy cuenta. Aquí enfrente está el mar, detrás mía el mundo, y en medio, yo.
Al otro lado del mar tú.
No sé dónde tengo que ir. Giro la cabeza, el mundo, enfrente el mar (el grande, el inmenso, el ingente) y detrás de él, tú. Me siento en la arena, las rodillas hacia delante, el cuerpo ladeado, o ha dejado de llover o he dejado de notar la lluvia, no sé dónde tengo que ir. Detrás el mundo, la gente camina tranquila, que ya se está ocultando el sol, tengo ganas de acercarme, de volver con ellos, de leer su libro de nombres y olvidarme del mar y de ti, ‘estás hecho de agua’, me dijiste, ‘si te alejamos del mar te vas a ahogar y a secarte’. Aliso la arena con una mano y con la otra escribo sobre ella, letras al azar, arabescos, símbolos sin sentido…
Se acerca un pescador, que en estos casos es lo frecuente, aquí se pesca de noche. Planta la caña, deja el cubo del cebo, ceba el anzuelo, lanza la caña. Me gustaría saber dónde quiero ir.
Me mira, se acerca y me pregunta por el nombre. El nombre. Mi nombre. Cómo quiere que lo conozca si ni siquiera sé dónde hay que ir, insiste en la pregunta con la mirada, yo tengo el estupor de no poder contestarle, miro el mundo, miro el mar, y como no sé dónde ir, agito un par de veces mi alas suavemente y me alejo volando.