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Mes: enero 2004

El perro cantor

El perro cantor

 

Uno de los libros que más han marcado mi infancia y del cual guardo un grato recuerdo, sin lugar a dudas, hay sido: «La leyenda del Lobo Cantor», de George Stone. Una fábula conmovedora, sensual, de las que consiguen llegar a lo más íntimo de tu alma. Cuenta la leyenda, que hubo un tiempo en otro lugar, donde los lobos perdieron su canto y cómo después lo recuperaron, consiguiendo así la esencia de su alma. Un canto a la vida…

«El cielo eterno esperaba sobre el paisaje terso y cubierto de nieve.
Esperaba en silencio. Sin respirar. Y entonces llegó, imperceptiblemente, sin un principio exacto. Una música fantástica, aflautada. Extraños sonidos de sirena que se elevaban rápidamente y se arrastraban después en largas corrientes musicales que ondeaban en la noche. De pronto, una mezcla de estribillos guturales, fluidos, salpicando el coro misterioso. Resonando en la distancia y direcciones imprecisas. Como voces del tiempo. Los lobos cantaban.
Escuchar el canto del lobo es tener la experiencia de una expresión sensual, singularmente conmovedora, de lo selvático. Es un sonido de calidad insuperable, que parece fantástico e inhumano. Pero no irreal. Porque forma parte de la esencia de la criatura lobo: de su espíritu , de su ser, de su verdad. Es un canto trascendental que tomó forma innumerables milenios antes de que se definiese el tiempo. Algo elemental. Un grito vital desde el pasado. Una revelación del Universo mismo.»

Sin embargo, dice la leyenda que, en cierto período de su historia, los lobos no cantaban…

«El Lobo cantaba a la Montaña, que era orgullosa.
El Lobo cantaba para Todos.
Su Canto era de Amor. A la Tierra. A la vida.
La verdad de su Alma. Un arroyo sin fin.
Era ya antiguo cuando vino el Hielo.
En los tiempos de Dirus, el Gran Lobo Terrible.
Quien no siente este Amor, no puede cantar.
Y llamará maldad a la Canción. Indigna de los lobos. Así era Rufus. Rufus, el lobo tirano. El destructor.
Él y sus fieles se llevaron la Canción.
Y, durante milenios, el Cielo estuvo vacío.
Pero el arroyo siguió fluyendo. Uniendo el Pasado y el Futuro.
Dirus regresó.
Su búsqueda fue larga. Pero segura. Pues el Espíritu vivía, esperando. Liberado, resurgió su Poder. El Lobo recobró su libertad. La Tierra toda.
El Lobo canta a la Montaña, que es orgullosa. El Lobo canta para Todos.»

Olvidada

Olvidada

En ese frío rincón del universo estaba habitando ella. Casi nunca se movía, únicamente pasaba largos ratos mirando triste y profundamente su alrededor, casi sin parpadear, casi sin respirar, casi casi sin estar.
En momentos quería sentirse vencida, para poder tener una razón lógica de ese estado vegetal en el que se empeñaba existir, pero no podía la derrota tomarla suya.
En muy raras ocasiones, la madre luna llegaba a visitarla hasta allá, y acariciaba de una manera muy sutil sus mejillas, y era entonces cuando podía vencer un poco su naturaleza frágil, y volver a sentir que realmente existía.
Cuando nuevamente sola quedaba en ese espacio, reflexionaba con melancolía sobre tiempo atrás, sobre todo lo visto y vivido, sobre ese rincón que hoy en día era su hábitat, sobre los momentos de fugaz paz que desde llegada ahí, tenía de vez en vez.
En ese sitio no había ni tiempo ni espacio, lo único que sentía correr era el aire entre sus cabellos y su cuerpo, suave, muy suave.
Hubo una vez un momento, en que dentro de esa aparente quietud algo distinto sucedió. Su mejilla estaba húmeda, y era que unas lagrimas la habían bañado. ¡Ella estaba viva!

La NO existencia personal

La NO existencia personal

Quizá la mayor contradicción que afrontamos en nuestra existencia, la más ardua de asimilar, consista en saber que ‘hubo un tiempo en que yo no estaba vivo, y llegará un tiempo en que yo no esté vivo’. En un nivel, cuando ‘brincamos fuera de nosotros mismos’, y nos vemos simplemente ‘como otro ser humano’, ello adquiere pleno sentido. Sin embargo, en otro nivel, tal vez más profundo, la no existencia personal carece de todo sentido. Todo lo que sabemos está integrado a nuestra mente, y por ende todo lo que no esté en el universo carece de comprensibilidad. Se trata de un innegable problema básico de la vida. Cuando tratamos de imaginar nuestra no existencia, hacemos la prueba de brincar fuera de nosotros mismos, proyectándonos en algún otro. Nos ilusionamos creyendo que podemos implantar en nuestro interior una perspectiva externa acerca de nosotros mismos. No obstante, aunque imaginemos que hemos podido brincar fuera de nosotros mismos, en realidad jamás podemos hacerlo… Como quiera que sea, esta contradicción es tan grande que, durante la mayor parte de nuestra existencia hacemos como si no la viéramos, pues afrontarla no nos conduce a ninguna parte.

Mi luna

Mi luna

 

—Dime lo que ves, prima.
—Veo la luna blanca sobre la silueta de la sierra.
—Te engañan los ojos, prima. Lo que realmente ves es la luz del sol que refleja el satélite. Parece redonda y no lo es. Es más esfera que circunferencia…
— De eso estaba hablando, primo, de esa luna tuya de protones y electrones.
Pero tú no lo has comprendido: tus pasos no llegan al horizonte. Mi Luna es de verso y misterio. Mi Luna vive desde el principio y hasta siempre, pero sólo en el interior del ojo inocente de los niños.

El sueño de Descartes

El sueño de Descartes

 

Las matemáticas no es la tediosa asignatura que atormenta a los estudiantes de bachillerato o universitarios. Es algo más sutil que impregna nuestro entorno, incluso nuestra concepción del mundo.
Es importante darse cuenta del poder que subyace en las matemáticas para emitir un juicio de valores. Fluido etéreo que se manifiesta en todo cuanto nos rodea: edificios, semáforos, puentes, relojes, catedrales, equipos de música, etc.
Uno de los culpables fue sin duda Descartes. El mundo moderno, ese mundo nuestro de triunfante racionalidad, dio comienzo el 10 de noviembre de 1619, con una revelación y una pesadilla. Aquel día, en una habitación de la pequeña villa bávara de Ulm, un francés de veintitrés años, de nombre René Descartes, se acurrucó en una estufa de pared y tras calentarse bien en ella, tuvo una visión. No fue una visión de Dios, ni de la Madre de Dios, ni de carros celestiales. La visión de Descartes fue la unificación de toda la ciencia.
La visión estuvo precedida por un estado de intensa concentración y agitación. Recalentada, la mente de Descartes entró en ignición y proporcionó soluciones a problemas tremendos, que le habían estado abrumando durante semanas. Se hallaba poseído por un Genio, y las soluciones le fueron reveladas en medio de una luz cegadora e insoportable. Más tarde, agotado, se acostó y tuvo tres sueños que habían sido predichos por aquel Genio.
En el primer sueño, un torbellino le arrastró a revolcones; fue aterrorizado por fantasmas. Experimentó una constante sensación de caída. Imaginó que le era ofrecido un melón traído de tierras lejanas. El viento amainó, y se despertó. Su segundo sueño estuvo poblado de tronidos y de chispas que volaban en torno a su cuarto. En el tercer sueño todo fue calma y contemplación. Sobre la mesa descansaba una antología poética. La abrió al azar y leyó el verso de Ausonio, ‘Quod vitae sectabor iter’ (¿Qué senda tomaré en la vida?). Se le apareció un extraño y le citó el verso ‘Est et non’ (Sí y no). Descartes quiso mostrarle en qué punto de la antología podía leerse el verso, pero el libro desapareció y luego reapareció. Dijo al extraño que le mostraría un verso mejor, que comenzaba ‘Quod vitae sectabor ite’. En este punto, el hombre, el libro y el sueño entero se esfumaron.
Descartes quedó tan maravillado por todo esto que se puso a rezar. Dio por supuesto que sus sueños eran de origen sobrenatural. Hizo votos de poner su vida bajo la protección de la Santa Virgen y la promesa de ir en peregrinación desde Venecia a Nuestra Señora de Loreto, viajando a pie y vestido con las ropas de más humilde aspecto que pudiera encontrar.
¿Qué idea pudo ver Descartes en aquel fogonazo abrasador? Él mismo nos dice que su tercer sueño señalaba nada menos que a la unificación e iluminación de la ciencia toda, e incluso de la totalidad del conocimiento, merced a un mismo y único método: el método de la razón.
Dieciocho años habrían de transcurrir hasta que el mundo pudo disponer de los detalles de aquella grandiosa y de los ‘mirabilis scientiae fundamenta’, de los fundamentos de una ciencia maravillosa. La forma en que logró expresarlos puede verse en el celebérrimo ‘Discurso del método para bien conducir la razón y buscar la verdad de las ciencias’.
Pero, ¿cómo Descartes llego a tal increíble percepción? Siendo niño, debió de enfrentarse a un cierto problema matemático. Probó para resolverlo por aquí y por allá, pero sin éxito. Se atascó. Sencillamente, no puedo resolver el problema.
Las matemáticas, dijo Descartes, son cosa de la mente. Sus verdades, deducidas a través de una serie de pequeños pasos de la razón humana. ¿Por qué habría la mente de bloquearse a sí misma? Si la mente concibe un problema, tendrá igualmente que revelar la senda por la cual habrá de encontrarse la solución.
Posiblemente surgió en Descarte una especie de furia cósmica, una furia que duró toda una vida, que él trató de disipar hallando un método que siempre garantizase la obtención de soluciones. La visión de Descartes se convirtió en el nuevo espíritu. Dos generaciones más tardes, el matemático y filósofo Leibniz se refirió a la ‘characteristica universalis’, esto es, el sueño de un método universal merced al cual la totalidad de los problemas humanos, lo mismo científicos que jurídicos o políticos, pudieran ser resueltos racional y sistemáticamente mediante cálculo lógico.
En nuestra generación, las visiones de Descartes y Leibniz son llevadas a la práctica desde todos los puntos de vista.
El cartesianismo exige la primacía de la matematización del mundo.

El pulidor de estrellas

El pulidor de estrellas

Cierta vez en el camino me encontré con tres pulidores de estrellas y preguntándoles por separado el porqué de su oficio, el primero contestó que lo hacía porque a diario se miraba en su reflejo. El segundo respondió que lo desempeñaba porque sus ancestros de generación en generación lo habían hecho, como ahora él. El tercero dijo: «Yo soy soy pulidor de estrellas porque he visto que a veces son la luz de alguien perdido en el camino, pero además, porque quiero ser un gran pulidor para cuando encuentre a la mía».

Noche de Reyes

Noche de Reyes

Ni la mejor película del mago del suspense concibió argumento de más tensión que la espera producida por los Reyes Magos y su aparición la noche del 5 de Enero.
Todo comenzaba con la escritura de la famosa carta de pedida. De niño, en mi ritual de cada año, recorría las calles de mi pueblo con verdugo y bufanda en busca de las tiendas de juguetes. El barato, Gertrudis, Garuz,… todos los juguetes expuestos y multitud de niños con sus mejores sonrisas y mocos colgando pegados al escaparate: ¡ése me lo pido! ¡y yo!, ¡mira, el Fuerte Comansi!, ¡el Exin Castillos!… Cinexín, los colorines, el tren Payá, la Nancy y sus vestidos, las pistolas de fulminantes, Los juegos reunidos Geiper,… ¡la biiiciii de Orbea especial para la carretera, la bici BH especial para los baches!, el balón, el camión con volquete,… ojos como platos y en la mente una pregunta ¿habré sido lo suficientemente bueno para merecerme los regalos que voy a pedir?.
Entraba en la tienda con un poco de miedo y pedía la carta para los reyes. El dependiente un poco aburrido de tanto niño te las daba contadas, por lo que necesitabas completar el número en otra tienda.
¡Qué cartas!, ¡qué olor del papel!, en cabecera un bonito dibujo de los Reyes Magos con fondo azul y estrella amarilla, por debajo y en papel de una raya o dos, la presentación.
A SS. MM. OO. Los Reyes Magos:
Con la excitación del momento y el pequeño lápiz comido en su extremo comenzaba la escritura de la carta con estas palabras… Queridos Reyes Magos me llamo RicarditoB y tengo 8 añitos. Este año he sido bueno y por eso pido la bici, los patines, un balón y el fuerte. Adiós.
Una Firma inmensa para rellenar la hoja que quedaba casi en blanco y Santas Pascuas.
¡Ya terminé!, mi hermana miraba extrañada, ¿qué?, te acordaste de la oca o del futbolín,…, ¡es verdad!, ¡goma, goma!, no tengo pero borra con la miga de pan, siempre quedaba la marca pero…, cerrar la carta pegarla con engrudo, mezcla de agua y harina y a llevarla al día siguiente al buzón, habilitado en la misma tienda donde cogías el papel. ¡Cuántas ilusiones en ese buzón!, esperanzas que casi nunca se transformaban en realidades salvo para unos pocos privilegiados. Y a esperar.
La tensión se acrecentaba a medida que se acercaba el momento culminante.
El día cinco por la tarde bajábamos a ver la cabalgata y la gran mentira tomaba cuerpo en las figuras de esos tres señores de guardarropía que se paseaban por las calles del pueblo en sus tronos de oropel, con sus pajes, en esa época sin el edulcorado Papá Noel, lanzando caramelos e ilusiones. Vaya negro Baltasar con negro de corcho de vino quemado, Melchor y sus barbas de algodón y su corona de papel cartón y Gaspar siempre digno pues era el único que podía permitirse el lujo de llevar barba natural o postizo creíble. Pero siempre el que más entusiasmo provocaba era el negro Baltasar, nunca supe por qué, pero a su paso el griterío era ensordecedor, todos los niños con sus vocecitas agudas pidiendo a gritos sus juguetes, con alguna que otra riña pues eso me lo pedí yo primero, etc.
Lo padres con sus hijos, seis, cuatro,… para casa a cenar y a dormir pronto que el que no se acueste y se porte como es debido no le traerán lo que pidió. ¡Pero si nunca nos trajeron lo que pedimos nos comportáramos como nos comportáramos!.
Cena rápida y ponemos el agua para los camellos, la copita de anís para los Reyes y los famosos zapatos, inmaculados, pulcros, a la cama, apaga la luz y… luego comenzaba la noche más larga. Hablar y hablar, nervios en el estómago, un ojo abierto y otro cerrado. Mi padre sale en sigilo de casa adonde tiene escondidos los juguetes y los trae con el mismo sigilo, ruidos, ¡ya vienen!, ¡chus, chus! Silencio. A oscuras salimos a vigilar el pasillo, andamos sin ruido imaginando las puertas, ¡aja! el comedor, abrimos el manillar de la puerta y ¡Ñiiiaaaaaccc!, ruido de la puerta, mi madre ¡Niños, volved a la cama!, ¡cómo me levante!, corre que te corre a la cama. Media hora más tarde nueva incursión, nuevo ruido, carreras, mi madre en el pasillo zapatilla en ristre, esquivar, a la cama.
A las cinco, seis, siete de la mañana mi madre y casi todas las madres de España, ya cansadas de retener inútilmente la ilusión dicen las palabras mágicas, venga levantaros podéis ir a ver los juguetes y…, carreras, empujones, regalos que se abren, mira lo que le había pedido una pistola, (qué rápido cambia la memoria), el coche, el coche, la muñeca, (de Nancy nada), durante unas horas jugamos cada uno con lo nuestro, recelosos, para poco a poco comenzar a mezclarlo todo, la pistola sirve para matar al muñeco, el coche monta la muñeca, jugamos al balón con el coche y la muñeca de postes, etc.
Y para el año que viene… Según nos portemos…

Tree Climbers International

Tree Climbers International

Quiero ofreceros una pequeña historia. No es mía, es de un tal Robert Fulghum. Espero que disfrutéis leyéndola tanto como yo.

‘Joven, este árbol está ocupado.’ La voz procedía de algún lugar situado por encima de mí. Me quedé asombrado, tanto por el hecho de que me hubiera llamado joven como por el de encontrarme con que un árbol, al que ya estaba a punto de subir, estuviera habitado.
Después de quedarme obedientemente en tierra, me dediqué a escudriñar las ramas. Efectivamente, allá arriba había una anciana. Muy arriba. De cabello blanco recogido con una cinta de color amarillo oscuro, vestía vaqueros azules, zapatillas deportivas y guantes de piel. Un viejo espíritu arbóreo se hallaba situado sobre una gruesa rama en forma de horquilla de aquel inmenso olmo. Tampoco hizo ningún amago de bajar. ‘Busque su propio árbol’, me dijo tranquilamente, pero con firmeza. ‘Sí, señora.’
Fui caminando hasta un lugar en que un jardinero se hallaba podando setos, y, antes de que pudiera preguntarle nada, me dio una respuesta: ‘Sí, ya lo sé; hay una anciana en aquel árbol de allá.’ Continuó explicándome que tenía unos sesenta y cinco años, estaba retirada y vivía en un apartamento de la parte baja de la avenida Federal. Al llegar la primavera y el verano, se posesionaba de los árboles del parque. El jardinero creía que cualquier día la tendrían que sacar de su rama los bomberos, pero, mientras tanto, parecía saber lo que se hacía y, haciéndolo, no molestaba a nadie. A la anciana simplemente le gustaba encaramarse en lo alto de los árboles.
Y ahora ya lo entiendo.
Hasta tal punto que, cuando me encontré este mes con la noticia de la existencia de un Club Internacional de Escaladores de Arboles de Atlanta, pagué la correspondiente cuota y me hice con el carnet de socio. Una de las razones que me empujó a hacerlo reside en que disponen de un excelente equipo de salvamento y numerosas técnicas que todos podemos compartir. Estaba seguro de poder utilizar algunas de ellas.
Porque recientemente me caí de un árbol. Al romper varias ramas en la caída, me dejé enganchada en ellas una buena parte de la piel de las rodillas y me golpeé la cabeza. El doctor declaró que padecía una conmoción cerebral. Una contusión en el cerebro. Unido también a una cierta contusión en mi ego herido.
‘¿Qué hacía en lo alto de un árbol? -me preguntó el médico-. ¿Estaba podándolo?’
(Largo silencio. Creo que eso es lo que me podría preguntar cualquiera. Si contaba la verdad, no lo entenderían. Y si yo hiciera algo allá arriba, sería el primero en no entenderlo.)
Me limité a contestar con una especie de gruñido.

Subir a los árboles se ha convertido en mi pasión privada, y eso es todo.
Pero no estoy totalmente seguro del por qué. Se trata de algo que está ahí para hacerse y no para hablar de ello. Debe ser algo así como una especie de llamada primitiva, como algo que le resulta cómodo a los antiguos deseos de mi ADN. Los ancestros se pasaron varios cientos de miles de años subidos a los árboles. Y ésa es la razón por la que un asiento confortable formado por dos ramas en horquilla de un viejo olmo se parece tanto al hogar. Es lo más auténtico. Como si se tratara de una pertenencia personal.
Y qué decir de las casas que se construyen en los árboles. Poseen también la misma autenticidad. Todas esas cabañas para niños hechas con tablas de desecho, atadas y clavadas a los troncos de los árboles y situadas a una altura a la que nunca accederán los padres excepto en el secreto deseo de sus corazones. Si pudiera, viviría en una casa construida sobre un árbol.
Subir a los árboles ahora es un poco más difícil. Los hombres de mediana edad se encuentra sin la fuerza necesaria y sin ninguna razón que sirva para aprobar socialmente ese hecho. A talarlos, sí. …se es un trabajo respetable. Ir a salvar un gato o a buscar una cometa, sí. También es respetable. Pero jugar…, o simplemente subir allá arriba porque uno se encuentra tan a gusto…, bueno, eso…
De todas maneras, estar en la copa de un árbol no merece nunca el lío que se puede llegar a armar. El problema está en caerse del árbol. Especialmente si te golpeas el cerebro. Cuando aterricé, me pasé cierto tiempo viendo doble, cosa que no deja de ser interesante. A continuación vomité, lo que no tiene nada de interesante. Coge la peor resaca que hayas tenido nunca y dóblala: es como una conmoción cerebral.
El doctor me dijo que me tomara las cosas con calma durante algunos días, lo que me pareció un buen consejo, porque eso es lo que siempre pretendo hacer.
Me dijo también que me mantuviera alejado de los árboles, lo que te indica el conocimiento que tienen los médicos acerca de lo que es importante para la salud mental de uno.
En realidad, caerse tampoco es excesivamente grave. Es algo así como volar, pero sin que debas utilizar los brazos como alas.
El problema, está en golpearse contra el suelo.
Por tanto, el médico debería haberme dicho: ‘Intente no pegarse contra el suelo.’ Yo podría contar algo sobre todo eso.
El problema reside en la gravedad. La razón por la que te pegas contra el suelo es la gravedad. Ya sé que lo sabe, pero lo menciono porque existen buenas noticias relacionadas con esa gravedad. Está menguando.
La luna se separa de la tierra a un promedio de cinco centímetros por año debido a que la gravedad decrece. Eso quiere decir que, cada año, pesas un poco menos que el año anterior. Es verdad. Y eso significa también que, cuanto más viejo te hagas, golpearás contra el suelo con mayor suavidad. Dentro de unos quinientos millones de años podrás caerte de un árbol altísimo y no pegar nunca en el suelo. Flotarás y volarás. Eso es algo que debes empezar a buscar ya ansiosamente. Es reconfortante saber que existe una esperanza para el futuro. Por lo menos hay ciertas cosas que van cada vez mejor, y pensé que le gustaría saberlo.
A pesar de todo, hoy he vuelto a subir a un árbol. Es como proporcionarle un poco de alcohol al alcohólico para que no le entre el ‘mono’. Y me puse a pensar que me gustaría que hubiera más gente pasando el tiempo subiéndose a los árboles, regresando a los antiguos lugares de bienestar. El anciano Buda se sentó ante uno de ellos durante mucho tiempo y le vinieron a la cabeza unas ideas excelentes. ¿No nos asombraríamos aún más de lo que le habría llegado a sugerir si, en realidad, hubiera subido a él y se hubiera sentado entre sus ramas?
Si muchas más personas dedicaran mucho más tiempo a subirse a los árboles podríamos llegar a alterar la gravedad en un sentido diferente -la tendencia de los viejos a ser personas graves-, y aligeraríamos nuestro peso. Imagínese. Usted y yo, y muchos más como nosotros, ocupando los árboles de los parques en una soleada tarde de abril. Pensando. Saludándonos con un agitar de manos.

¿Quieres unirte? Ésta es la dirección: Tree Climbers International, P.O. Box 5588, Atlanta, GA 31107 USA.
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Noticias referentes (15/11/2012): ¿Te imaginas vivir en un árbol?

Silencio

Silencio

Súbitamente un silencio absoluto cubrió la tierra. Un hombre sentado en la hierba verde se encontró de pronto con unas realidades a las que hacía oídos sordos. Nunca se había fijado en la belleza del mundo. Vio el colorido y esplendor del día, de los árboles y de las aves. La hierba humilde le pareció un cojín más valioso que los usados por los reyes más ricos del planeta. El calor de la tarde lo hizo temblar y por primera vez sintió el pavor de las esferas cuando se desbocan hacia el infinito. Un grito se confundió con otros que como ecos repercutían quebrando el silencio establecido. Un suspiro devolvió la tranquilidad al hombre acostumbrado a los timbales y platillos.

Lugares efímeros

Lugares efímeros

Mi imaginación sobrevuela aquellos lugares remotos que han quedado archivados en el cajón de mi memoria. No, no estoy melancólico… simplemente quiero comentarte una curiosidad que me ocurre cuando estoy fuera de mi entorno habitual, ya bien sea en algún país extranjero, o bien en algún lugar hasta entonces desconocido para mí. Se trata de un sentimiento existencialista que embota mis sentidos absorbiendo todo lo que hay a mi alrededor. Es ocasional, y puede ocurrir incluso en la habitación del hotel. Es un momento tan especial el saberse que uno está ahí y no en otro lugar, y darse cuenta de que ese momento o lugar es tan efímero que desaparecerá para siempre en breves días con motivo de la partida. Un ser perdido en la piel del mundo que deja atrás un espacio al que ya se había acostumbrado para penetrar en uno nuevo del que apenas sabes varias cosas algo insustanciales. Estás suspendido en la nada y toda tu relación con aquel lugar es debido al transcurrir de tu propio destino. A partir de ahora les llamaré lugares efímeros… A mí me gusta quedarme un buen rato con ese sentimiento. Es como una especie de punto de inflexión, en tu peregrinaje, un alto en el camino de la vida, una página que se cierra y otra que se abre, una certeza y un enigma, dejar de ser para comenzar a ser otra cosa.
Partir es morir un poco, pero quedarse es morir del todo. Quedarse siempre en casa, no gozar de ir hacia lo desconocido, es una forma de desperdiciar parte de la vida. Y eso sucede porque, al irse, al perder la referencia del mundo de la costumbre que rodea tu vida cotidiana, al tirar por la borda los hábitos que dan seguridad a tu existencia, uno tiene que enfrentarse, en buena medida, a todo cuanto no sabe de sí mismo. Abandonas tu rutina, te vas, ves otros paisajes, escuchas otras voces, hueles otros aromas…, y aprendes. Y cambias inevitablemente tu punto de vista, tus ideas, dejando unas cuantas ideas preconcebidas en los basureros del camino. Por eso a mí me acomete la idea de que, a la vuelta, no sé muy bien quién soy. Y lo bueno del caso es que esa sensación no produce angustia ni vértigo, sino que es, en cierta forma, una borrachera de espíritu: sentirse flotando en el vacío, con todo por hacer, con la posibilidad casi de construir tu propia biografía. La libertad suprema, en definitiva.
Y entonces te acomete una nueva necesidad: querer irte otra vez, y cuanto antes, para dejar de ser lo que has sido de nuevo al regresar, y convertirte en esa persona humilde y mareada que busca sensaciones inéditas para su alma.