Enclavado en la Bahía de Skaill, en las Islas Orcadas de Escocia, Skara Brae es un enigma atrapado en el tiempo. Este asentamiento neolítico, desenterrado tras una tormenta en 1850 y explorado a fondo a partir de 1928 por el arqueólogo Vere Gordon Childe, guarda secretos que han desconcertado a historiadores y curiosos por generaciones. El descubrimiento de Skara Brae marcó un hito en la arqueología prehistórica. La fuerza de la tormenta de 1850 dejó al descubierto las primeras estructuras de piedra, despertando la curiosidad de los lugareños. Sin embargo, fue en 1928 cuando las excavaciones sistemáticas de Childe revelaron la verdadera magnitud de este asentamiento. Desde entonces, numerosos arqueólogos han trabajado para desentrañar los enigmas de este poblado, utilizando tecnología avanzada para analizar su construcción y los restos materiales encontrados en el lugar. Construido entre el 3100 y el 2500 a.C., Skara Brae desafía nuestra comprensión del pasado. Sus diez casas, hábilmente diseñadas, revelan un conocimiento avanzado de la ingeniería prehistórica. Los muros, construidos con losas de piedra cuidadosamente apiladas en forma de doble pared, se rellenaban con tierra y material orgánico para proporcionar aislamiento térmico. Estas estructuras se excavaban parcialmente en el suelo, utilizando los «middens» —montículos de desechos orgánicos y conchas— como refuerzo natural contra los vientos gélidos del Atlántico Norte. El interior de cada vivienda refuerza la idea de un pueblo sofisticado: habitaciones cuadradas con chimeneas centrales excavadas en la roca, bancos de piedra dispuestos en torno al fuego y mobiliario esculpido en arenisca, incluyendo armarios, estantes y cajas de almacenamiento herméticamente cerradas, posiblemente para proteger alimentos. Un sistema de drenaje rudimentario sugiere que cada casa poseía un área destinada a funciones sanitarias, algo inusual en sociedades neolíticas. Sin embargo, lo más inquietante de Skara Brae es su repentino abandono. No hay señales de una huida precipitada ni rastros de conflicto. ¿Fue el cambio climático el responsable? ¿O algo más ominoso forzó a sus habitantes a desaparecer sin dejar rastro? Una de sus estructuras, desprovista de muebles y dividida en cubículos, podría haber sido un taller… o quizás un santuario donde se realizaban ritos olvidados. Declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1999, sus ruinas silenciosas invitan a los visitantes a descifrar un rompecabezas ancestral cuyos ecos aún resuenan en la brisa fría de las Orcadas.
Severance, en su segunda temporada, expande su mitología mientras refuerza su impecable estética: sobria, de composiciones simétricas y colores perfectamente equilibrados, teniendo en la repetición de patrones su principal recurso para intensificar la sensación de control y encierro. Britt Lower brilla como una Helly atrapada en su propio linaje, mientras que Tillman convierte a Milchick en una presencia inquietante. Con una puesta en escena más onírica y giros desconcertantes, la serie no solo mantiene el misterio, sino que logra hacernos sentir atrapados con sus personajes.
Por cierto, la música ha sido compuesta originalmente por Theodore Shapiro.
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«Creía en infinitas series de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos…; en algunos existe usted y no yo; en otros, yo, no usted…; en otro, yo digo estas mismas palabras, pero soy un error, un fantasma».
~ Jorge Luis Borges, “El jardín de senderos que se bifurcan”
En el sótano polvoriento de una casa de campo sueca, en 1986, un agricultor descubrió algo que cambiaría para siempre la historia del arte: más de 1.200 obras de colores vibrantes, formas geométricas y símbolos místicos. Firmadas por Hilma af Klint, estas pinturas no eran simples trazos al azar. Eran un mensaje cifrado, una explosión de abstracción creada décadas antes de que Kandinsky, Mondrian o Malevich fueran celebrados como pioneros de este movimiento. ¿Cómo es posible que nadie supiera de ella? La respuesta es tan fascinante como sus obras: Hilma pintaba para un futuro que aún no existía. Nacida en 1862 en Estocolmo, Hilma fue una de las primeras mujeres en graduarse de la Academia Sueca de Arte. Pintaba retratos y paisajes realistas, ganándose el respeto de la sociedad… pero su alma pertenecía a otro mundo. Influenciada por los descubrimientos científicos de su época —como los rayos X y las ondas electromagnéticas— y obsesionada con lo invisible, formó «Las Cinco», un grupo de mujeres que se reunía para contactar espíritus y crear arte «automático», guiado por fuerzas etéreas. Mientras vendía cuadros convencionales de día, de noche se encerraba a pintar visiones cósmicas, órdenes geométricas y universos paralelos. Hilma sabía que su arte abstracto —caótico, espiritual, rompedor— no sería entendido en una época dominada por el realismo. Temía el ridículo, la incomprensión y hasta la pobreza. Por eso, en un acto de audacia y presciencia, ordenó en su testamento que sus obras permanecieran ocultas 20 años después de su muerte (en 1944). Creía que el mundo necesitaría tiempo para alcanzar su visión. Pero el destino jugó en su contra: las cajas de madera no se abrieron hasta 1986, rescatadas del olvido por casualidad. Sus pinturas no solo anticiparon la abstracción: la reinventaron. Mientras los modernistas exploraban la forma por la forma, Hilma fusionaba ciencia, misticismo y geometría sagrada. Series como «Los cuadros para el templo» (1906-1915) son mapas de universos invisibles, donde espirales, círculos y símbolos alquímicos dialogan con colores puros. No era solo arte: era un lenguaje para comunicarse con lo divino. Hoy, museos como el Guggenheim de Nueva York la exhiben como la madre olvidada del arte abstracto. Su historia nos recuerda que el genio a menudo se esconde tras el silencio, y que algunas visiones son tan radicales que requieren décadas —o siglos— para ser descifradas. Hilma no pintó para su presente: pintó para nosotros, para un futuro donde lo invisible se hace tangible. Y al fin, el futuro le respondió. ¿Genio incomprendida o profeta del arte? Hilma af Klint fue ambas. Su legado es un recordatorio: el arte verdadero no tiene prisa. Espera. Resuena. Y cuando menos lo esperas, emerge de las sombras para reescribir la historia. En 2018, una retrospectiva suya en el Guggenheim batió récords de asistencia. ¿Quieres ver su obra?
La caligrafía no es solo un medio de comunicación, sino una expresión artística que ha evolucionado a lo largo de los siglos. En el siglo XVII, un periodo crucial para la tipografía y la escritura a mano, Paul Franck publicó Kunstrichtige Schreibart, una obra que establecía una interesante analogía entre la escritura y la agricultura: el papel era el campo donde germinaban las ideas, mientras que las letras representaban el arado que abría surcos para la propagación del conocimiento.
En esta época, los calígrafos alemanes rompieron con la tradición italianizante y revivieron la escritura Fraktur, caracterizada por sus formas angulares y puntiagudas. Sin embargo, Franck llevó la ornamentación al extremo, creando letras tan elaboradas que desafiaban la legibilidad. Sus mayúsculas, descritas por el historiador James Elkins como «monstruosos arbustos espinosos», se alejaban de la escritura funcional y se acercaban a una forma de expresión puramente artística.
Esta concepción de la caligrafía como un arte visual sigue vigente en la actualidad. En un mundo dominado por la tipografía digital, la escritura a mano sigue siendo una fuente de inspiración. Libros como Kunstrichtige Schreibart no solo servían como manuales para escribanos en formación, sino que también eran testamentos del poder transformador de la escritura. Aun cuando las letras rozaban la ilegibilidad, su forma y estilo transmitían emociones y belleza, demostrando que la caligrafía es mucho más que un conjunto de caracteres: es una manifestación del arte en su máxima expresión.
El siglo XVII marcó una transición importante para la caligrafía y la tipografía. Con la invención de la imprenta, la escritura a mano comenzó a adoptar un rol más decorativo y artístico. La Fraktur, con sus trazos enérgicos y estructurados, se convirtió en un símbolo de identidad cultural alemana, en contraste con la caligrafía italiana, más fluida y refinada. No obstante, figuras como Paul Franck demostraron que la caligrafía podía trascender su función práctica y convertirse en una forma de arte en sí misma.
La meticulosa elaboración de las letras en Kunstrichtige Schreibart refleja la mentalidad de la época, en la que la atención al detalle y la búsqueda de la perfección eran valores fundamentales. Este enfoque minucioso no solo demostraba habilidad técnica, sino también una visión filosófica sobre la escritura como vehículo del conocimiento y la cultura.
A pesar de los avances tecnológicos, la caligrafía sigue siendo una disciplina admirada. Desde la tipografía digital hasta el lettering moderno, la influencia de los antiguos calígrafos se mantiene viva. La obra de Paul Franck, con su estética exageradamente ornamentada, sigue siendo una referencia para quienes buscan explorar los límites entre la funcionalidad y la expresión artística en la escritura.
En este tema, O’Hearn reutiliza y modifica fragmentos de piano que previamente había empleado en la banda sonora de «White Sands». Esta técnica de recontextualización le permitió crear una atmósfera envolvente y meditativa, característica distintiva de su estilo. La pieza destaca por sus capas de sintetizadores etéreos y una melodía de piano minimalista que invita a la introspección.