La faraona Hatshepsut
Hatshepsut, reina y faraona de la XVIII Dinastía del Imperio Nuevo de Egipto, se alzó como una figura singular tras la muerte de su esposo, Tutmosis II, alrededor del 1479 a.C. Cuando el trono pasó a Tutmosis III, hijo de Tutmosis II con Iset, una esposa secundaria, el niño, apenas un infante, no podía gobernar. Iset, sin preparación para la regencia, dejó un vacío que Hatshepsut, media hermana y viuda del difunto faraón, llenó con autoridad a sus veintitantos años. Madre de dos hijas, Neferura y Neferubity, asumió el rol de regente para proteger el trono de su hijastro, pero pronto, por motivos no del todo claros —quizá ambición o necesidad política—, se proclamó faraona, rompiendo con la tradición al reclamar el poder no como sustituta, sino como soberana absoluta, un título raro para una mujer, aunque no prohibido.

Durante casi dos décadas, su reinado marcó un cénit de estabilidad y visión. Hatshepsut transformó Egipto en una potencia comercial, liderando la expedición a Punt, documentada en los relieves de su templo en Deir el-Bahari, que aseguró ébano, incienso y mirra. Militarmente, mantuvo la paz en Nubia y el Levante, pero su genio brilló en la arquitectura: la Capilla Roja de Karnak, con bloques de cuarcita grabados, y su templo funerario, diseñado por Senenmut, reflejan una estética sofisticada y una devoción a Amón que legitimaba su autoridad. En el arte, adoptó rasgos masculinos —barba postiza, faldellín real— para proyectar divinidad, aunque los jeroglíficos siempre reconocieron su feminidad, un equilibrio estratégico que afirmaba su liderazgo.
Su administración fortaleció las rutas comerciales del Mar Rojo y la extracción de turquesa en Sinaí, mostrando un pragmatismo económico excepcional. Sin embargo, tras su muerte en 1458 a.C., Tutmosis III, ya faraón, borró su nombre de monumentos y cartuchos veinte años después, un acto que oscila entre rencor y estrategia dinástica. Los fragmentos preservados, reconstruidos hoy, prueban que su legado resistió. Su templo en Deir el-Bahari sigue siendo un hito monumental, testimonio de su reinado innovador.

Hatshepsut encarna la subversión de las normas de género y sucesión. Al declararse faraona eterna, redefinió el poder como capacidad, no como privilegio masculino, desafiando un sistema rígido. Su legado, eclipsado por Tutmosis III, resurge como un emblema de resiliencia y reinvención, una narrativa técnica y humana que trasciende el Valle de los Reyes. Su reinado no solo consolidó el comercio y la cultura; replanteó lo posible en un mundo que castigaba la audacia, dejando un eco que aún reverbera en nuestra comprensión del liderazgo y la identidad.