La jitanjáfora

La jitanjáfora, un término acuñado por el humanista mexicano Alfonso Reyes a partir de un poema de 1929 del cubano Mariano Brull, designa un tipo de texto que prescinde del significado semántico para abrazar la pura sonoridad y el poder evocador de las palabras, ya sean reales o inventadas. Este recurso literario, profundamente arraigado en la experimentación vanguardista de principios del siglo XX, no busca comunicar ideas, sino provocar sensaciones a través del ritmo, la musicalidad y las imágenes que las palabras despiertan. En el poema de Brull, titulado «Jitanjáfora», versos como “Filiflama alabe cundre / ala olalúnea alífera” despliegan un tejido de sonidos que evocan un paisaje onírico, sin referentes concretos, donde la aliteración y la cadencia crean una experiencia sensorial que trasciende la lógica discursiva. La jitanjáfora, así, se convierte en un laboratorio lingüístico donde la forma prevalece sobre el contenido, desafiando las convenciones de la comunicación tradicional.
Técnicamente, la jitanjáfora se construye mediante la combinación estratégica de fonemas, repeticiones rítmicas y estructuras que imitan el habla, pero desprovistas de significado. Su valor estético radica en la capacidad de los sonidos para sugerir emociones o atmósferas: una palabra inventada como “lúnula” puede evocar suavidad lunar, mientras que “cracmara” sugiere un estallido abrupto. Este enfoque no es exclusivo de Brull. En la literatura española, Rafael Alberti, en su poema “Sermón de la sangre” de Cal y canto (1929), incluye fragmentos como “tirimbola, tirimbola, / sangre loca de amapola”, donde la repetición y la sonoridad refuerzan la vitalidad caótica de la imagen. Más allá del ámbito hispano, Lewis Carroll, en su “Jabberwocky” (1871), anticipó este recurso con versos como “Twas brillig, and the slithy toves”, donde palabras inventadas construyen un mundo fantástico que resuena por su textura sonora más que por su sentido.
La jitanjáfora no es un mero juego fonético; su profundidad reside en su capacidad para liberar al lenguaje de su función utilitaria, permitiendo que los fonemas se conviertan en pinceladas de un lienzo auditivo. En el contexto de las vanguardias, este recurso reflejaba un deseo de romper con la rigidez racionalista, alineándose con movimientos como el dadaísmo o el surrealismo, que celebraban lo irracional. En la poesía infantil, su uso persiste, como en el poema “El lagarto está llorando” de Federico García Lorca, donde “¡Ay qué pena, qué penita!” crea un lamento rítmico que apela a la emoción pura. Filosóficamente, la jitanjáfora plantea una reflexión sobre el lenguaje mismo: si las palabras pueden conmover sin significar, ¿dónde reside su poder? Su vigencia en la literatura contemporánea, desde la poesía experimental hasta la música pop con estribillos como “la la la”, demuestra que el encanto de lo sonoro sigue siendo universal.
En un mundo saturado de información, la jitanjáfora ofrece un respiro estético, un espacio donde el sonido puro reina sobre la semántica. Desde Brull hasta los ecos en la poesía moderna, este recurso nos recuerda que el lenguaje, en su esencia, es también música, capaz de evocar mundos sin necesidad de explicar nada, un acto de creación que vibra en la frontera entre lo tangible y lo inefable.