El observador

El observador

El observador en la física cuántica no puede concebirse como un elemento externo al proceso, pues cada vez que se intenta aislarlo reaparece como parte constitutiva de la dinámica. La función de onda, en su despliegue de posibilidades, se mantiene indiferente hasta que algo la confronta con el acto de registro. Allí, la frontera entre lo físico y lo mental se vuelve difusa, porque aunque la decoherencia describe la pérdida de coherencia cuántica a través de la interacción con el entorno, el enigma de por qué emerge un resultado único sigue vigente. Es en ese resquicio donde se inserta la conciencia, no como causa mecánica del colapso, sino como instancia que otorga sentido a la singularidad del acontecimiento. Reducir el problema al funcionamiento de un detector resulta insuficiente, pues la realidad observada no se completa hasta que alguien, en algún nivel, la integra en su experiencia.
Esa integración introduce una paradoja: si el observador se multiplica en correspondencia con los estados posibles, como plantea Everett, ¿qué sucede con la continuidad de la conciencia? La duplicidad ya no es una hipótesis especulativa, sino la consecuencia inevitable de una estructura matemática que conserva la linealidad del estado global. En esa ramificación constante, cada versión del observador preserva la coherencia de su vivencia, y sin embargo, todas forman parte de un mismo entramado cuántico. No existe un observador privilegiado, solo perspectivas múltiples desplegándose simultáneamente. La conciencia, en este marco, deja de ser indivisible, sin perder por ello su carácter de unidad fenomenológica en cada rama.
La noción de independencia se tambalea ante esta interdependencia esencial. Ningún proceso físico adquiere estatus de realidad objetiva sin relación con un observador que lo delimite. Rovelli lo plantea de manera radical: las propiedades no existen en sí mismas, solo en la relación entre sistemas. Así, lo que llamamos “resultado” no es más que la actualización de una correlación. Y si bien un detector inerte cumple esa función en términos operativos, únicamente la conciencia introduce la capacidad de reconocer la diferencia entre lo posible y lo acontecido, entre el abanico de alternativas y la concreción irrepetible de un suceso.
En este tránsito, el observador no es un mero espectador, ni tampoco el demiurgo que crea la realidad desde su mente. Es un nodo en el que la indeterminación se transforma en sentido, un cruce en el que la física y la fenomenología se funden sin jerarquía clara. Cada proceso cuántico acontece independientemente de que exista un sujeto humano, pero adquiere consistencia solo en el momento en que es incorporado a un horizonte de experiencia. Y es allí donde la conciencia, aunque no sea imprescindible para el colapso, se vuelve indispensable para comprender qué significa que algo haya colapsado. Lo físico y lo mental no se suceden como planos paralelos, sino como corrientes entrelazadas que revelan que el observador, lejos de ser un accesorio, constituye uno de los ejes invisibles sobre los que se despliega la realidad misma.

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