Retrovisor
El aire se le escapaba en jadeos. Respirar se había vuelto un acto doloroso, como si cada bocanada arrastrara cristales. La boca, pastosa; la lengua, torpe, áspera, como si masticara arena. Clara se aferró al volante del coche detenido en mitad de la carretera desierta, bajo un cielo de plomo.
El zumbido del motor apagado todavía vibraba en su cabeza, confundido con un recuerdo: la gasolinera, el desconocido, el café amargo que le tendió con una sonrisa amable. Quiso hablar, pedir auxilio, pero su voz apenas fue un murmullo quebrado. El sudor le perlaba la frente y el paisaje alrededor empezaba a deshacerse en manchas difusas.
Buscó el teléfono en el asiento, lo palpó con manos temblorosas. La pantalla estaba muerta, negra, sin señal, como si el mundo la hubiese abandonado.
Entonces lo vio: un destello en el retrovisor. El hombre de la gasolinera avanzaba hacia ella, sereno, demasiado sereno, con una sonrisa helada. En sus ojos no había rastro de humanidad, sino el fulgor metálico de circuitos ocultos: la máquina que había saboteado su coche… y ahora, su cuerpo.