Imagina un granero rectangular con lados de longitud $a = \sqrt{50}$ metros (el lado largo) y $b = \sqrt{18}$ metros (el lado corto). Una cabra está atada exactamente en una de las esquinas del granero con una cuerda de longitud $L = \sqrt{50} + \sqrt{18} + \pi$ metros. La cabra no puede entrar al granero (las paredes son impenetrables), pero la cuerda puede deslizarse y envolverse alrededor de las esquinas adyacentes si es lo suficientemente larga. El terreno alrededor es un plano infinito y plano. Calcula el área exacta (en metros cuadrados, en términos de $\pi$ y radicales) que la cabra puede pastar, considerando todas las regiones accesibles: la zona inicial en forma de sector circular, las extensiones cuando la cuerda se envuelve alrededor de uno o ambos lados adyacentes, y cualquier superposición o substracción debida a la geometría asimétrica del rectángulo. Demuestra que esta área es independiente de ciertas simetrías esperadas, destacando un aspecto recreativo sorprendente: el área total incluye un término que se simplifica de forma casi ‘mágica’ a un múltiplo entero de $\pi$.
Erika Fatland, antropóloga noruega y poliglota con dominio del ruso entre otros siete idiomas, emprende un periplo de veinte mil kilómetros a lo largo de los catorce países que limitan con Rusia. Este relato de viajes, que supera las 500 páginas, no se limita a descripciones superficiales, sino que indaga en cómo la proximidad geográfica con el gigante euroasiático moldea identidades nacionales, economías y tensiones políticas, tejiendo un tapiz donde la historia soviética y postsoviética actúa como hilo conductor. Fatland inicia su narración de manera no lineal, sumergiendo al lector en la etapa final: un crucero por el Paso del Noreste a bordo de un buque neozelandés, navegando la costa ártica rusa, donde el hielo perpetuo y las restricciones burocráticas revelan la vastedad inhóspita y el control estatal. De ahí retrocede abruptamente a Corea del Norte, el punto de partida real, donde las visitas guiadas obligatorias y la propaganda omnipresente ilustran el aislamiento extremo, contrastando con la fluidez cultural en fronteras como la noruega, su país natal. A lo largo del trayecto, Fatland entrevista a disidentes, académicos y ciudadanos comunes, alterando nombres para protegerlos en regímenes opresivos como Bielorrusia o Turkmenistán. Sus encuentros destilan humor y empatía, como en Kazajistán, donde el cosmódromo de Baikonur evoca la era espacial soviética, o en Ucrania, donde presagia tensiones que estallarían en 2022 con la invasión rusa, recordando la anexión de Crimea en 2014 y las repúblicas separatistas de Donetsk y Lugansk. La autora entrelaza anécdotas personales con análisis etnográficos, destacando disparidades: desde la homogeneización fallida del islam checheno hasta la corrupción en las repúblicas centroasiáticas, herederas de su previo «Sovietistán» (2015). El libro brilla en su accesibilidad: Fatland equilibra historia con narrativa vivaz, evitando excesos académicos que podrían ahogar el ritmo, ideal para lectores que prefieren contextualización concisa sobre tratados exhaustivos. Sin embargo, las secciones históricas pecan ocasionalmente de enumerativas, listando eventos sin suficiente dinamismo, lo que diluye la concentración en pasajes sobre conflictos como la guerra de Chechenia. Además, algunos críticos detectan un sesgo xenófobo sutil en sus juicios sobre culturas «de fila» versus «de relleno», revelando una intolerancia cultural pese a su experiencia global, lo que podría alienar a lectores sensibles a perspectivas eurocéntricas. Aun así, su prosa fluida —potenciada por una traducción impecable— y el enfoque novedoso en la periferia rusa lo convierten en una lectura imprescindible para entender las fracturas geopolíticas actuales, especialmente en un mundo post-Ucrania. Recomendado para viajeros intelectuales que busquen más que guías turísticas: una disección técnica de fronteras como cicatrices vivas.
La Inquietante consecuencia de un Universo sin Observadores
En un audaz salto conceptual, la física teórica moderna, animada por los avances en la comprensión de los agujeros negros, ha dirigido su atención hacia el estudio de universos enteros. Este escrutinio, que busca conciliar las reglas de la mecánica cuántica con la gravedad, ha desvelado una paradoja cósmica que está forzando a los físicos a cuestionar uno de sus supuestos más sagrados: la posibilidad de una descripción objetiva y autónoma de la realidad. El enigma surgió en 2019, cuando investigadores, aplicando los complejos formalismos de la gravedad cuántica, analizaron un universo cerrado que, si bien era teóricamente posible, chocaba frontalmente con nuestra experiencia. El cálculo arrojaba un resultado desconcertante: el universo solo admitía un único estado posible. Tan simple era su contenido que podía describirse sin transmitir ni un solo bit de información, careciendo de la complejidad necesaria para albergar estrellas, planetas y, crucialmente, personas. Como señaló Rob Myers, este resultado matemático entra en conflicto directo con la rica complejidad que observamos a nuestro alrededor.
La Fórmula de la Isla y el Cosmos-Lata La herramienta clave detrás de este hallazgo es el concepto de holografía aplicado a la gravedad cuántica, popularizado por Juan Maldacena hace casi tres décadas. La correspondencia AdS/CFT (Antide Sitter/Teoría de Campo Conforme) postula que un universo con una geometría peculiar («anti-de Sitter», a menudo visualizada como una lata de conserva) es equivalente a una imagen plana proyectada en su frontera. Todo lo que sucede en el interior tridimensional se refleja en las sombras de la superficie, un concepto que ha sido vital para resolver misterios como la pérdida de información en los agujeros negros a través de la fórmula de la isla. Sin embargo, nuestro universo real no es un cosmos-lata; su expansión implica que no tiene frontera y podría tener una geometría cerrada (donde un viajero podría regresar al punto de partida). Al aplicar la fórmula de la isla a este tipo de universo cerrado —el más parecido a nuestro posible hogar— Maldacena y sus colegas encontraron una pizarra en blanco: el universo carecía de información.
El Espacio de Hilbert y la Esterilidad Cuántica Para los físicos, la complejidad de un sistema cuántico se mide por el número de dimensiones en su espacio de Hilbert; cuantas más dimensiones, más estados puede codificar. Los sistemas reales, como un átomo de hidrógeno, poseen un número infinito de estados. Por lógica, un universo entero también debería tener un espacio de Hilbert infinito-dimensional. La paradoja es que los cálculos sobre el universo cerrado arrojaban sistemáticamente un espacio de Hilbert de una sola dimensión. No había información. Todo el universo solo podía existir en un único estado cuántico. Como subraya Edgar Shaghoulian, es una contradicción evidente para quienes observan infinitos estados desde su escritorio.
La Solución: La Naturaleza Subjetiva del Cosmos Ante esta esterilidad matemática, la solución propuesta por teóricos como Shaghoulian, y posteriormente formalizada por Ying Zhao, Daniel Harlow y Mykhaylo Usatyuk del MIT, es audaz y contraintuitiva: la complejidad del universo solo tiene sentido si hay un observador. Shaghoulian notó una analogía con las teorías de campo topológicas, donde la complejidad solo emerge al dividir el espacio en zonas. Propuso que esta división en el cosmos cerrado podría ser introducida por un observador. El equipo del MIT demostró en 2025 que al modelar al observador como una nueva clase de frontera (no el borde del universo, sino el límite privado del observador), la complejidad del mundo regresaba al universo cerrado. Si esta idea resiste el escrutinio, supone un cambio de paradigma: la visión tradicional de la física busca una descripción objetiva, ‘desde ninguna parte’. Pero la única forma de que un universo cerrado albergue la riqueza que vemos es si se le añade un observador. La terrible consecuencia de un universo sin observadores es que, en principio, es incapaz de existir de una forma compleja y significativa, sugiriendo que las únicas visiones posibles de la realidad son siempre visiones desde algún lugar.