Cómo me convertí en un estúpido

Hace cosa de dos años y medio leí la novela ‘Cómo me convertí en un estúpido’ de Martin Page. La escuché comentar en el programa de radio que por aquel entonces conducía Iñaki Gabilondo y al cabo de poco me la compré. Realmente su lectura es deliciosa y altamente recomendable… en ocasiones me recuerda a ‘La conjura de los necios‘ de John Kennedy Toole, otra de mis favoritas.
Todo esto viene a colación porque compruebo gratamente que la novela de Page se está convirtiendo en un clásico dentro del mundillo nerd… ya viene referenciada en interesantes bitácoras como ‘Curioso pero inútil‘.
Os dejo con un pasaje de la novela para vuestro disfrute personal.
Caminaron por las pequeñas avenidas del parque, por los céspedes, contemplando los árboles y los pájaros. La temperatura era suave, el aire tenía una tonalidad clara y casi rutilante. Nunca había habido un mes de septiembre tan agradable. Septiembre ignoraba ingenuamente el otoño que estaba al caer, se mantenía arrogante, invulnerable, quemaba las últimas fuerzas del verano como si fuesen infinitas.
-Ah -dijo la muchacha espontáneamente-, me llamo Clémence.
-Mucho gusto -contestó Antoine con tono jovial-. Yo me llamo Antoine.
-Encantada de conocerte -contestó ella estrechándole la mano; luego, tras unos segundos de silencio, prosiguió-: ahora, Antoine, enlacemos con el momento en que me decías que yo era fantástica.
-Decía que eras severa.
-Eres muy injusto. ¿Tú no juzgas a nadie?
-Lo intento, pero es difícil.
-Mi teoría es que se puede comprender y juzgar.
Juzgamos sólo para defendernos, porque ¿quién intenta comprendemos? ¿Quién comprende a los que intentan comprender?
-Decía Lacenaire que los únicos que pueden juzgar son los condenados:
-Vale, pues entonces somos los condenados -dijo Clémence abriendo los brazos-. Toda la vida he estado condenada, desde niña me han juzgado pronunciando sentencias silenciosas. Es bonito lo que digo, ¿no?
-¿Por ejemplo?
-Por ejemplo, todo. Toda la sociedad es un juicio contra mi. El trabajo, los estudios, la música moderna, el dinero, la política, el deporte, la televisión, las modelos, los periódicos, los coches. Ese es un buen ejemplo, los coches. No puedo ir en bicicleta, caminar por donde me da la gana, disfrutar de la ciudad: los coches condenan mi libertad. Apestan, son peligrosos…
-Estoy de acuerdo. Los coches son una calamidad.
Compraron un palo de algodón. Mordisqueándolo, arrancándole volutas rosa, lo devoraron rápidamente, pringándose los dedos y los labios.
-Otra cosa -dijo Clémence-. En mi opinión, bueno, aparte de todo el asunto de las clases sociales, la gran división del mundo se produce entre quienes iban a los guateques y quienes no iban. Y esa división de la humanidad, que viene del colegio, se mantiene ya toda la vida, aunque sea de otras maneras.
-A mí no me invitaban a los guateques.
-A mí tampoco. Les daba miedo, porque yo decía lo que pensaba, y tenía bastante mala opinión de mis compañeros. Odiaba a casi todo el mundo. Era estupendo. En cambio, ahora, como se han dado cuenta de lo fantásticos que somos, les gustaría invitarnos a las fiestas de adultos, y fingir que no ha pasado nada, como si todo estuviera olvidado. Pero no, no iremos.
-O, si vamos, sólo para tomar pastelitos y botellas de Orangina.
-Y aporrearle la cabeza a toda esa gente con bates de béisbol -dijo Clémence remedando el gesto.
-Y los remataremos con palos de golf, que queda más elegante.
-¡Eso, con clase, con estilo!
Y así hablando, hablando, abandonaron el parque. Caminaban muy juntos, Clémence brincaba, cogía flores y perseguía a los pájaros dando palmas. Tenía más o menos la edad de Antoine; a ratos estaba muy seria y, al poco, se la veía distendida y desenfadada. Su personalidad se hallaba en constante cambio. Con aire cándido, exclamó abriendo los brazos:
-A ver por qué no vamos a poder criticar ni opinar que la gente es gilipollas o retrasada mental, so pretexto de que estamos amargados y de que nos dan envidia… Todo el mundo se comporta como si fuésemos todos iguales, como si fuésemos todos ricos, educados, poderosos, blancos, jóvenes, guapos, varoniles, felices, como si todos tuviésemos buena salud, cochazos… Pero no es así. Así que tengo derecho a chillar, a estar de mal humor, a no sonreír todo el tiempo como una tonta, a opinar cuando veo cosas anormales e injustas, e incluso a insultar a cierta gente. Es mi derecho a rabiar.
-Ya, pero.. todo eso cansa. Quizá hay cosas mejores que hacer, ¿no?
-Tienes razón -concedió Clémence-. Es una idiotez derrochar energías con cosas que no merecen la pena. Más vale reservar fuerzas para divertirse.
-Y pasearse por la orilla.
-Pasearse por la orilla. Eso es de una canción, ¿no?
Clémence se puso a cantar una vaga melodía. Caminaban por la calle entre la multitud de trabajadores y parados, de estudiantes, ancianos y niños. Las tiendas, las panaderías, los bancos no eran suficientes para vaciar las calles de esos abigarrados corpúsculos que son los seres humanos en el aparato circulatorio de la ciudad. Pasó un coche delante de ellos tocando la bocina. Se detuvo diez metros más allá en un semáforo. Clémence cogió a Antoine del brazo.
-Cierra los ojos -le pidió-. Tengo una sorpresa para ti.
Antoine cerró los ojos. Un viento ligero y cálido alborotó los cabellos de los dos jóvenes. Clémence guió a Antoine tirándole del brazo; lo condujo hasta el centro de la calle. A unos cien metros, se acercaba un coche negro hacia ellos.
-Bueno, ya puedes abrir las ojos.
-Viene un coche, Clémence -observó tranquilamente Antoine.
-Me has prometido que confiarías en mí.
-No, yo no te he prometido nada.
-Ah, se me ha olvidado pedírtelo. Bueno, pues confía en mí, ¿vale?
-Clémence, el coche…
-Jura que confías en mí y deja ya de lloriquear, pedazo de gallina. No tienes que moverte, es muy importante. Júralo.
-Está bien, te lo juro. No me moveré, no… me moveré.
El coche estaba ya a sólo unos treinta metros y tocaba desaforadamente la bocina para que tos dos jóvenes se apartasen. Antoine y Clémence seguían sin moverse. Algunos transeúntes se habían parado a mirarlos. En el penúltimo instante, Clémence tiró a Antoine del brazo y cayeron en la acera. El coche negro pasó gruñendo avieso y enseñando los dientes.
-Te he salvado la vida -dijo Clémence-. ¡Soy tu heroína! -Se incorporó y ayudó a Antoine a incorporarse-. Eso quiere decir que estamos unidos para toda la vida. A partir de ahora somos responsables el uno del otro. Como los chinos.
-Creo que por hoy he tenido suficientes emociones.
-¿O sea que sólo puedes soportar un número limitado de emociones?
-Exacto, si no, para mí es una sobredosis. No me digas que las sobredosis de emociones son geniales, porque yo no estoy acostumbrado.
Hambrientos por una vida tan azarosa, Clémence y Antoine decidieron ir a comer al Gudmundsdottir con As, Rodolphe, Ganja, Charlotte y la amiga de ésta. Pero, como quedaban unas horas antes del mediodía, decidieron jugar a fantasmas. Clémence le explicó a Antoine en qué consistía el juego: tenían que comportarse como fantasmas, examinar detalladamente a la gente sentada en las terrazas, pasearse por las calles y las tiendas bulliciosas, ulular, callejear aprovechando su invisibilidad, comportarse como si hubiesen desaparecido a los ojos del resto del mundo. Agitando sus cadenas y alzando los brazos de modo terrorífico, Clémence y Antoine comenzaron a aparecerse por la ciudad.