El conjuro de Clara
En la aldea donde el viento susurraba promesas rotas, el silencio reinaba como un manto frágil, apenas capaz de sostener la memoria de antiguas batallas. Clara, con su violín, tocaba cada noche bajo la luna, tejiendo melodías que parecían coser las heridas del tiempo. Los ancianos decían que su música era un puente entre dos guerras, un refugio efímero contra el eco persistente de la violencia.
Nadie sabía que, en lo más profundo de su corazón, Clara guardaba un secreto: cada nota era un conjuro, un intento por apaciguar a los espíritus que dormían bajo tierra.
Una noche, al pulsar la última cuerda, el suelo tembló y las sombras se alzaron, no con espadas, sino con violines idénticos al suyo. En un instante, la aldea se llenó de una sinfonía imposible. Clara sonrió, sabiendo que la guerra no regresaría: los fantasmas, ahora músicos, habían encontrado por fin la paz.