Navegando por
Categoría: Literatura

Una refinada versión del suplicio de Sísifo

Una refinada versión del suplicio de Sísifo

‘No me sorprendió que el infierno fuera una biblioteca. Subir la piedra de la ignorancia por una montaña de libros, sin alcanzar nunca la cima del conocimiento, es la más refinada versión del suplicio de Sísifo’.

~ Fragmento de ‘El libro infierno’ de Carlo Frabetti

Me gusta la magia

Me gusta la magia

—Oye, mira. Ese tío está sentado en una silla sobre el alambre. Me parece que está haciendo magia. Ven, vamos a mirar, —obligó a Baedecker a levantarse—. Después te compraré un helado de chocolate.
—¿Así que te gustan los equilibristas y los trucos? —preguntó Baedecker.
—Me gusta la magia —dijo Maggie, arrastrándole.

~ Fases de gravedad, Dan Simmons

Como se salvó el mundo

Como se salvó el mundo

Con este relato de Stanislaw Lem me uno a Google en el homenaje a uno de los mejores escritores de Ciencia Ficción de todos los tiempos.

En cierta ocasión, el constructor Trurl fabricó una máquina que sabía hacer todas las cosas cuyo nombre empezaba con la letra ene. Cuando ya la tuvo lista, le ordenó, para probarla, que fabricara unas navajas, que las metiera en necesers de nácar y que las tirara en una nansa rodeada de neblina y llena de nenúfares, nécoras y nísperos. La máquina cumplió el encargo sin titubear, pero Trurl, todavía no del todo seguro de su funcionamiento, le dio la orden de fabricar sucesivamente nimbos, natillas, neutrones, néctares, narices, narigueras, ninfas y natrium. La máquina no supo hacer esto último y Trurl, muy disgustado, le exigió una explicación de ese fallo.
– No sé de qué se trata – se justificó la máquina -. Nunca he oído esa palabra.
– ¿Qué dices? ¡Pero si es sodio! Un metal, un elemento…
– Si se llama sodio, empieza con s y yo sólo sé hacer lo que empieza con n.
– Pero en latín se llama natrium.
– Amigo Trurl – dijo la máquina -, si yo supiese hacer todas las cosas que empiezan con n en todas las lenguas posibles, sería una Máquina Que Lo Sabe Hacer Todo en El Alfabeto Entero, porque no hay cosa cuyo nombre no empiece con n en alguna de las lenguas del mundo. ¡Hasta aquí podríamos llegar! ¡No puedo ser más sabia de lo que tú mismo habías programado! Del sodio, ni hablar.
– Está bien – accedió Trurl, y le mandó hacer una nebulosa. La hizo enseguida, no muy grande, pero muy nebular. Entonces Trurl invitó a su casa a Clapaucio y le mostró la máquina, cuyas extraordinarias cualidades y aptitudes alabó y ensalzó tanto, que finalmente Clapaucio se puso nervioso sin que se le notara y pidió permiso para hacer él también algún encargo a la máquina.
– Con mucho gusto – dijo Trurl -, pero la cosa tiene que empezar con n.
– ¿Con n? – dijo Clapaucio -. De acuerdo. Que haga todas las Nociones Científicas.
La máquina rugió y la plaza delante de la casa de Trurl se llenó en un momento de una muchedumbre de científicos que discutían, se pegaban, escribían en unos libros gruesos, otros les quitaban esos libros y los hacían pedazos, a lo lejos se veían hogueras en las que se asaban unos mártires de Nuevas ideas, en varios sitios se oían extraños ruidos y se veían humaredas en forma de seta; todo aquel gentío hablaba a la vez, de modo que no había manera de entender una sola palabra, y componía al mismo tiempo memorias, comunicados y otros documentos, y, en medio de aquel caos, bajo los pies de los gritones, unos ancianos solitarios escribían algo sin cesar con letra menuda sobre unos jirones de papel.
– ¿Qué te parece? -exclamó Trurl, lleno de orgullo- ¡No me negarás que es la fiel imagen de las Nociones científicas!
Clapaucio, sin embargo, no se dio por satisfecho.
– ¿Este gentío escandaloso tiene algo que ver con la ciencia? ¡No, la ciencia es una cosa muy diferente!
– ¡Explícaselo a la máquina, y te lo hará en el acto! – gritó Trurl, enfadado. Pero, como Clapaucio no sabía qué decir, manifestó que si la máquina resolviera satisfactoriamente dos problemas más, reconocería que su funcionamiento era correcto. Trurl accedió a esto y Clapaucio dijo a la máquina que hiciera unos negativos.
– ¡Unos negativos! -exclamó Trurl- ¿Qué quieres decir con eso?
– ¿No lo entiendes? Es como lo contrario de las cosas – contestó con mucha calma Clapaucio-. Como si volvieras las cosas al revés. No finjas que no lo comprendes. ¡Venga, máquina, a trabajar!
Pero la máquina ya llevaba un buen rato funcionando. Primero hizo antiprotones, luego antielectrones, antineutrinos, antineutrones y no paró de trabajar hasta que hubo creado gran cantidad de antimateria, la cual empezó a formar lentamente un antimundo, parecido a una gran nube de extraño brillo.
– Pse – dijo Clapaucio displicente -, ¿eso son los negativos? Bueno, digamos que sí… para evitar discusiones… Pero ahora viene el tercer encargo. ¡Máquina! ¡Tienes que hacer Nada!
Durante un buen rato, la máquina ni se movió. Clapaucio empezó a frotarse las manos con júbilo, cuando Trurl dijo:
– ¿Qué pasa? Le ordenaste no hacer nada, por lo tanto no hace nada.
– No es cierto. Yo le ordené hacer Nada, que no es lo mismo.
– Tienes cada cosa… Hacer Nada y no hacer nada viene a significar lo mismo.
– ¡No, hombre, no! Ella tenía que hacer Nada y no hizo nada; de modo que gané yo. La Nada, mi sabihondo colega, no es una vulgar nada, producto de la pereza y la falta de acción, sino una Noexistencia activa, una Carencia perfecta, única, omnipresente e insuperable.
– ¡Estás fastidiando a la máquina! – gritó Trurl, pero en aquel momento sonó como una campana de bronce la voz de aquélla:
– ¡Olvidad vuestras rencillas en un momento como éste! Sé muy bien lo que es la Noexistencia, el Noser o la Nada, puesto que empiezan por la letra n. Haríais mejor contemplando por última vez el mundo, ya que pronto no existirá…
Las palabras se helaron en la boca de los enfurecidos constructores. La máquina estaba haciendo en verdad la Nada, eliminando sucesivamente del mundo una serie de cosas, que dejaban de existir tan definitivamente como si no hubieran existido nunca. Ya había suprimido natagüas, nupaidas, nervorias, nadolas, nelucas, nopieles y nedasas.
Hubo momentos en que se podía pensar que en vez de reducir, disminuir, echar fuera, eliminar, anular y restar, aumentaba y añadía, ya que liquidó sucesivamente los negativos de buen gusto, mediocridad, fe, saciedad, avidez y fuerza. Sin embargo, se veía alrededor de la máquina y de los dos constructores un vacío cada vez más pronunciado.
– ¡Ay! – exclámó Trurl -. Ojalá no termine mal todo esto…
– ¡Qué va! – dijo Clapaucio -. Date cuenta de que la máquina no está haciendo la Nada General, sino sólo la Noexistencia de todas las cosas que empiezan por n. Verás que no pasa nada, esta máquina tuya no vale gran cosa.
– Eso es lo que tú te crees – replicó la máquina -. Es cierto que he comenzado por lo que empieza por n porque estoy más familiarizada con ello, pero una cosa es hacer algo y otra, muy distinta, eliminarlo. En cuanto a eliminar, no tengo limitación por la sencilla razón de que sabiendo hacer absolutamente todo lo que empieza por n, hacer la Noexistencia de cualquier cosa es para mí coser y cantar. Dentro de muy poco no existiréis, ni vosotros dos ni todo lo demás; de modo, Clapaucio, que te pido te des prisa en reconocer que soy verdaderamente universal y cumplo las órdenes correctamente. Dilo ahora mismo porque pronto será demasiado tarde.
– Pero es que… – balbució Clapaucio, asustado, dándose cuenta de que, realmente, desaparecían no solamente las cosas que empezaban por n, que dejaron de rodearlos cambucelas, sirlentas, vitropas, grismelos, rimundas, tripecas y pimas.
– ¡Para! ¡Para! ¡Anulo mi orden! ¡Ya no quiero que hagas la Nada! – gritaba a todo pulmón Clapaucio; pero, antes de que la máquina se detuviera, desaparecieron todavía grisacos, plucvas, filidrones y zamras. Luego la máquina se detuvo por fin. El mundo tenía un aspecto aterrador. Lo que más sufrió fue el cielo: apenas se veían en él unos pocos puntitos de estrellas. ¡Ni rastro de las preciosas grismacas y guadolizas que hasta entonces habían adornado el firmamento
– ¡Grandes cielos! – exclamó Clapaucio -. ¿Dónde están las cambucelas? ¿Dónde mis queridísimas murquías y suaves pimas?
– No las hay y no las habrá nunca – contestó la máquina sin inmutarse -. Cumplí o, mejor dicho, empecé a cumplir tus órdenes y nada más…
– Yo te ordené hacer la Nada, y tú…, tú…
– O eres tonto, Clapaucio, o lo finges muy bien – dijo la máquina -. Si yo hiciera la Nada de un golpe, todo dejaría de existir, no sólo Trurl y el cielo y el Cosmos y tú, sino incluso yo. Entonces ¿quién podría decir, y a quién, que la orden ha sido cumplida y que soy una máquina diestra y hábil? Y si nadie se lo dijera a nadie, ¿cómo yo, que ya no existiría, podría oír las justas palabras de encomio que merezco?
– Bueno, bueno, de acuerdo, no hablemos más de ello – dijo Clapaucio -. Ya no te pido nada, máquina preciosa, sólo te ruego que vuelvas a hacer murquías, porque sin ellas la vida carece de encanto para mí…
– No puedo, no sé hacerlas porque su nombre empieza con m – dijo la máquina -. Puedo, si quieres, reproducir los negativos de gusto, saciedad, conocimiento, amor, fuerza; solidez, tranquilidad y fe, pero no cuentes conmigo para la fabricación de cosas cuyos nombres no empiecen con n.
– ¡Pero yo quiero que haya murquías! – chilló Clapaucio.
– Pues no las habrá – dijo la máquina -. Y tú hazme el favor de echar una ojeada al universo. ¿Ves que está lleno de enormes agujeros negros? Es la Nada que colma los abismos sin fondo entre las estrellas, penetra todas las cosas y acecha, agazapada, cada jirón de la existencia. ¡Es obra tuya y de tu envidia! No creo que las generaciones venideras te lo agradezcan…
– Tal vez no lo sepan… Tal vez no se den cuenta… – farfulló Clapaucio, blanco como una hoja de papel, mirando espantado el vacío del cielo negro sin atreverse a soportar la mirada de su colega.
Dejó a Trurl sólo con la máquina que sabía hacer todas las cosas cuyo nombre empezaba con n, volvió a hurtadillas a su casa y el mundo sigue hasta hoy día todo agujereado por la Nada, tal como quedó cuando Clapaucio detuvo la aniquilación que había encargado. Y como no se logró construir una máquina que trabajara con otras letras, es de temer que nunca más volverán a haber cosas tan maravillosas como las pimas y las murquías.

~ Stanislaw Lem

No me gusta mentir

No me gusta mentir

En un mundo lleno de reglas todo es predecible, ordenado, explicado… es por eso que Christopher, con síndrome de Asperger, decide resolver el caso de la extraña muerte de un perro.
Mark Haddon, nos propone esta entretenida y original novela titulada El curioso incidente del perro a medianoche.
Esta llena de fragmentos sublimes como éste que os transcribo a continuación.

Una mentira es cuando dices que ha pasado algo que no ha pasado. Pero siempre es una sola cosa la que pasa en un momento determinado y en un sitio determinado. Y hay un número infinito de cosas que no han pasado en ese momento y en ese sitio. Cuando pienso en algo que no ha pasado, empiezo a pensar en todas las demás cosas que no han pasado.
Por ejemplo, esta mañana para desayunar he tomado cereales Ready Brek y batido de frambuesas caliente. Pero si digo que en realidad he tomado cereales Shreddies y una taza de té, empiezo a pensar en Coco-Pops y limonada y avena y Dr. Pepper y en que no estaba desayunando en Egipto y no había un rinoceronte en la habitación y en que Padre no llevaba un traje de buzo y así sucesivamente, incluso al escribir esto me siento débil y asustado, como me pasa cuando estoy en lo alto de un edificio muy alto y hay miles de casa y coches y personas debajo de mí y mi cabeza está tan llena de todas esas cosas que me da miedo olvidarme de seguir en pie, bien agarrado a la barandilla, y caerme y matarme.
Ésa es la razón por la que no me gustan las novelas propiamente dichas, porque son mentiras sobre cosas que no han ocurrido y me hacen sentir débil y asustado.
Y por eso todo lo que he escrito en este libro es verdad.

Sin asunto

Sin asunto

Querida Emmi:
¿Has notado que no sabemos absolutamente nada el uno del otro? Creamos personajes virtuales, confeccionamos irreales retratos robot el uno del otro. Formulamos preguntas cuyo atractivo reside en que quedan sin respuesta. Pues sí, nos dedicamos a despertar la curiosidad del otro y a seguir alimentándola al no satisfacerla de manera definitiva. Intentamos leer entre líneas, entre palabras, y pronto entre letras tal vez. Hacemos grandes esfuerzos por juzgar bien al otro. Y al mismo tiempo nos preocupamos de no desvelar nada importante de nosotros mismos.¿Qué quiere decir «nada importante»? Nada de nada, aún no hemos contado nada de nuestras vidas, nada de lo que constituye la vida cotidiana, de lo que podría ser importante para alguno de los dos.
Nos comunicamos en el vacío. Hemos tenido la gentileza de confesar a qué actividad profesional nos dedicamos. (…) ¿Y qué más? Nada. No hay ninguna otra persona a nuestro alrededor. No vivimos en ninguna parte. No tenemos edad. No tenemos rostro. No hacemos distinción entre el día y la noche. No vivimos en ninguna época. Lo único que tenemos son nuestras dos pantallas, cada cual de manera estricta y secreta por su cuenta, y compartimos una afición: nos interesamos por una persona absolutamente desconocida.¡Bravo!

~ Fragmento de ‘Cada siete olas’, Daniel Glattauer

El monte de las ánimas

El monte de las ánimas

Cuando apenas tenía 11 años, mi mejor amigo en aquella época, Toñín, me sorprendió en el día de los difuntos con una terrorífica historia de un tal Gustavo Adolfo Bécquer. Fue tanta la impresión que me ocasionó que no pude dormir durante semanas. Espero que te impresione tanto como a mí…

EL MONTE DE LAS ÁNIMAS (LEYENDA SORIANA) de Gustavo Adolfo Bécquer

La noche de Difuntos, me despertó a no sé qué hora el doble de las campanas. Su tañido monótono y eterno me trajo a las mientes esta tradición que oí hace poco en Soria.

Intenté dormir de nuevo. ¡Imposible! Una vez aguijoneada la imaginación, es un caballo que se desboca y al que no sirve tirarlo de la rienda. Por pasar el rato, me decidí a escribirla, como en efecto lo hice.

A las doce de la mañana, después de almorzar bien, y con un cigarro en la boca, no le hará mucho efecto a los lectores de El Contemporáneo. Yo la oí en el mismo lugar en que acaeció, y la he escrito volviendo algunas veces la cabeza con miedo cuando sentía crujir los cristales de mi balcón, estremecidos por el aire frío de la noche.

Sea de ello lo que quiera, allá va, como el caballo de copas.

Resumen I

I

-Atad los perros, hacer la señal con las trompas para que se reúnan los cazadores y demos la vuelta a la ciudad. La noche se acerca, es día de Todos los Santos y estamos en el Monte de las Animas.

– ¡Tan pronto!

-A ser otro día, no dejara yo de concluir con ese rebaño de lobos que las nieves del Moncayo han arrojado de sus madrigueras; pero hoy es imposible. Dentro de poco sonará la oración en los Templarios, y las ánimas de los difuntos comenzarán a tañer su campana en la capilla del monte.

– ¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme?

-No, hermosa prima. Tú ignoras cuanto sucede en este país, porque aún no hace un año que has venido a él desde muy lejos. Refrena tu yegua, yo también pondré la mía al paso, y mientras dure el camino te contaré la historia.

Los pajes se reunieron en alegres y bulliciosos grupos. Los condes de Borges y de Alcudiel montaron en sus magníficos caballos, y todos juntos siguieron a sus hijos Beatriz y Alonso, que precedían a la comitiva a bastante distancia.

Mientras duraba el camino, Alonso narró en estos términos la prometida historia:

Resumen II

-Ese monte que hoy llaman de las Animas pertenecía a los Templarios, cuyo convento ves allí, a la margen del río. Los Templarios eran guerreros y religiosos a la vez. Conquistada Soria a los árabes, el rey los hizo venir de lejanas tierras para defender la ciudad por la parte del puente, haciendo en ello notable agravio a sus nobles de Castilla, que así hubieran solos sabido defenderla como solos la conquistaron. Entre los caballeros de la nueva y poderosa Orden y los hidalgos de la ciudad fermentó por algunos años, y estalló al fin, un odio profundo. Los primeros tenían acotado ese monte, donde reservaban caza abundante para satisfacer sus necesidades y contribuir a sus placeres. Los segundos determinaron organizar una gran batida en el coto, a pesar de las severas prohibiciones de los clérigos con espuelas, como llamaban sus enemigos. Cundió la voz del reto, y nada fue parte a detener los unos en su manía de cazar y a los otros en su empeño de estorbarlo. La proyectada expedición se llevó a cabo. No se acordaron de ella las fieras. Antes la tendrían presente tantas madres como arrastraron sendos lutos por sus hijos. Aquello no fue una cacería. Fue una batalla espantosa; el monte quedó sembrado de cadáveres. Los lobos, a quienes se quiso exterminar, tuvieron un sangriento festín. Por último, intervino la autoridad del rey: el monte, maldita ocasión de tantas desgracias, se declaró abandonado, y la capilla de los religiosos, situada en el mismo monte, y en cuyo atrio se enterraron juntos amigos y enemigos, comenzó a arruinarse.

Resumen III

Desde entonces dicen que cuando llega la noche de Difuntos se oye doblar sola la campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos, envueltas en jirones de sus sudarios, corren como en una cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales. Los ciervos braman espantados, los lobos aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos, y al otro día se han visto impresas en la nieve las huellas de los descarnados pies de los esqueletos. Por eso en Soria lo llamamos el Monte de las Animas, y por eso he querido salir de él antes que cierre la noche. La relación de Alonso concluyó justamente cuando los dos jóvenes llegaban al extremo del puente que da paso a la ciudad por aquel lado. Allí esperaron al resto de la comitiva, la cual, después de incorporársele los dos jinetes, se perdió por entre las estrechas y oscuras calles de Soria.

Resumen IV

II

Los servidores acababan de levantar los manteles; la alta chimenea gótica del palacio de los condes de Alcudiel despedía un vivo resplandor, iluminando algunos grupos de damas y caballeros que alrededor de la lumbre conversaban familiarmente, y el viento azotaba los emplomados vidrios de las ojivas del salón.

Solas dos personas parecían ajenas a la conversación general: Beatriz y Alonso. Beatriz seguía con los ojos, y absorta en un vago pensamiento, los caprichos de la llama. Alonso miraba el reflejo de la hoguera chispear en las azules pupilas de Beatriz.

Ambos guardaban hacía rato un profundo silencio.

Las dueñas referían, a propósito de la noche de Difuntos, cuentos temerosos, en que los espectros y los aparecidos representaban el principal papel; y las campanas de las iglesias de Soria doblaban a lo lejos con un tañido monótono y triste.

-Hermosa prima -exclamó, al fin, Alonso, rompiendo el largo silencio en que se encontraban-, pronto vamos a separarnos, tal vez para siempre; las áridas llanuras de Castilla, sus costumbres toscas y guerreras, sus hábitos sencillos y patriarcales, sé que no te gustan; te he oído suspirar varias veces, acaso por algún galán de tu lejano señorito.

Beatriz hizo un gesto de fría indiferencia: todo un carácter de mujer se reveló en aquella desdeñosa contracción de sus delgados labios.

-Tal vez por la pompa de la Corte francesa, donde hasta aquí has vivido -se apresuró a añadir el joven. -De un modo o de otro, presiento que no tardaré en perderte… Al separarnos, quisiera que llevases una memoria mía… ¿Te acuerdas cuando fuimos al templo a dar gracias a Dios por haberte devuelto la salud que viniste a buscar a esta tierra? El joyel que sujetaba la pluma de mi gorra cautivó tu atención. ¡Qué hermoso estaría sujetando un velo sobre tu oscura cabellera! Ya ha prendido el de una desposada; mi padre se lo regaló a la que me dio el ser, y ella lo llevó al altar… ¿Lo quieres?

-No sé en el tuyo –contestó la hermosa-; pero en mi país una prenda recibida compromete la voluntad. Sólo en un día de ceremonia debe aceptarse un presente de manos de un deudo…, que aún puede ir a Roma sin volver con las manos vacías.

Resumen V

El acento helado con que Beatriz pronunció estas palabras turbó un momento al joven, que, después de serenarse, dijo con tristeza:

-Lo sé, prima; pero hoy se celebran Todos los Santos, y el tuyo entre todos; hoy es día de ceremonias y presentes. ¿Quieres aceptar el mío?

Beatriz se mordió ligeramente los labios y extendió la mano para tomar la joya, sin añadir una palabra.

Los dos jóvenes volvieron a quedarse en silencio, y volvióse a oír la cascada voz de las viejas que hablaban de brujas y de trasgos, y el zumbido del aire que hacía crujir los vidrios de las ojivas, y el triste y monótono doblar de las campanas.

Al cabo de algunos minutos, el interrumpido diálogo tornó a reanudarse de este modo:

-Y antes que concluya el día de Todos los Santos, en que así como el tuyo se celebra el mío, y puedes, sin atar tu voluntad, dejarme un recuerdo, ¿no lo harás? -dijo él, clavando una mirada en la de su prima, que brilló como un relámpago, iluminada por un pensamiento diabólico.

-¿Por qué no? -exclamó ésta, llevándose la mano al hombro derecho como para buscar alguna cosa entre los pliegues de su ancha manga de terciopelo bordado de oro, y después, con una infantil expresión de sentimiento, añadió–: ¿Te acuerdas de la banda azul que llevé hoy a la cacería, y que por no sé qué emblema de su color me dijiste que era la divisa de tu alma?

Sí.

– ¡Pues… se ha perdido! Se ha perdido, y pensaba dejártela como un recuerdo.

-¡Se ha perdido! ¿Y dónde? -preguntó Alonso, incorporándose de su asiento y con una indescriptible expresión

-No sé… En el monte acaso.

Resumen VI

-¡En el Monte de las Animas! -murmuró, palideciendo y dejándose caer sobre el sitial-. ¡En el Monte de las Animas! -luego prosiguió, con voz entrecortada y sorda-: Tú lo sabes, porque lo habrás oído mil veces. En la ciudad, en toda Castilla, me llaman el rey de los cazadores. No habiendo aún podido probar mis fuerzas en los combates, como mis ascendientes, he llevado a esta diversión, imagen de la guerra, todos los bríos de mi juventud, todo el ardor hereditario de mi raza. La alfombra que pisan tus pies son despojos de fieras que he muerto por mi mano. Yo conozco sus guaridas y sus costumbres, y he combatido con ellas de día y de noche, a pie y a caballo, solo y en batida, y nadie dirá que me ha visto huir el peligro en ninguna ocasión. Otra noche volaría por esa banda, y volaría gozoso como a una fiesta; y, sin embargo, esta noche…, esta noche, ¿a qué ocultártelo?, tengo miedo. ¿Oyes? Las campanas doblan, la oración ha sonado en San Juan del Duero, las ánimas del monte comenzarán ahora a levantar sus amarillentos cráneos de entre las malezas que cubren sus fosas… ¡Las ánimas!, cuya sola vista puede helar de horror la sangre del más valiente, tornar sus cabellos blancos o arrebatarlo en el torbellino de su fantástica carrera como una hoja que arrastra el viento sin que se sepa adónde.

Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible se dibujó en los labios de Beatriz, que, cuando hubo concluido, exclamó en un tono indiferente y mientras atizaba el fuego del hogar, donde saltaba y crujía la leña, arrojando chispas de mil colores:

– ¡Oh! Eso, de ningún modo. ¡Qué locura! ¡Ir ahora al monte por semejante friolera! ¡Una noche tan oscura, noche de Difuntos y cuajado el camino de lobos!

Al decir esta última frase la recargó de un modo tan especial, que Alonso no pudo menos de comprender toda su amarga ironía: movido como por un resorte se puso en pie, se pasó la mano por la frente, como para arrancarse el miedo que estaba en su cabeza y no en su corazón, y con voz firme exclamó, dirigiéndose a la hermosa, que estaba aún inclinada sobre el hogar, entreteniéndose en revolver el fuego:

-Adiós, Beatriz, adiós. Hasta pronto.

-¡Alonso, Alonso! -dijo ésta, volviéndose con rapidez; pero cuando quiso o aparentó querer detenerlo, el joven había desaparecido.

A los pocos minutos se oyó el rumor de un caballo que se alejaba al galope. La hermosa, con una radiante expresión de orgullo satisfecho que coloreó sus mejillas, prestó atento oído a aquel rumor que se debilitaba, que se perdía, que se desvaneció por último.

Las viejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas aparecidas; el aire zumbaba en los vidrios del balcón, y las campanas de la ciudad doblaban a lo lejos.

Resumen VII

III

Había pasado una hora, dos, tres; la medianoche estaba a punto de sonar, cuando Beatriz se retiró a su oratorio. Alonso no volvía, no volvía, y, a querer, en menos de una hora pudiera haberlo hecho.

– ¡Habrá tenido miedo! -exclamó la joven, cerrando su libro de oraciones y encaminándose a su lecho, después de haber intentado inútilmente murmurar algunos de los rezos que la Iglesia consagra en el día de Difuntos a los que ya no existen.

Después de haber apagado la lámpara y cruzado las dobles cortinas de seda, se durmió; se durmió con un sueño inquieto, ligero, nervioso.

Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó entre sueños las vibraciones de las campanas, lentas, sordas, tristísimas, y entreabrió los ojos. Creía haber oído, a par de ellas, pronunciar su nombre; pero lejos, muy lejos, y por una voz ahogada y doliente. El viento gemía en los vidrios de la ventana.

-Será el viento -dijo, y poniéndose la mano sobre su corazón procuró tranquilizarse.

Pero su corazón latía cada vez con más violencia, las puertas de alerce del oratorio habían crujido sobre sus goznes con un chirrido agudo, prolongado y estridente.

Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las puertas que daban paso a su habitación iban sonando por su orden; éstas con un ruido sordo y grave, y aquéllas con un lamento largo y crispador. Después, silencio; un silencio lleno de rumores extraños, el silencio de la medianoche; lejanos ladridos de perros, voces confusas, palabras ininteligibles; ecos de pasos que van y vienen, crujir de ropas que se arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas que casi se sienten, estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia de algo que no se ve y cuya aproximación se nota, no obstante, en la oscuridad.

Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las cortinas y escuchó un momento. Oía mil ruidos diversos; se pasaba la mano por la frente, tornaba a escuchar; nada, silencio.

Veía, con esa fosforescencia de la pupila en las crisis nerviosas, como bultos que se movían en todas las direcciones, y cuando dilatándolas las fijaba en un punto, nada; oscuridad, las sombras impenetrables.

Resumen VIII

-¡Bah! -exclamó, volviendo a recostar su hermosa cabeza sobre la almohada de raso azul del lecho-. ¿Soy yo tan miedosa como esas pobres gentes cuyo corazón palpita de terror bajo una armadura al oír una conseja de aparecidos?

Y cerrando los ojos, intentó dormir… : pero en vano había hecho un esfuerzo sobre sí misma. Pronto volvió a incorporarse, más pálida, más inquieta, más aterrada. Ya no era una ilusión: las colgaduras de brocado de la puerta habían rozado al separarse, y unas pisadas lentas sonaban sobre la alfombra; el rumor de aquellas pisadas era sordo, casi imperceptible, pero continuado, y a su compás se oía crujir una cosa como madera o hueso. Y se acercaban, se acercaban, y se movió el reclinatorio que estaba a la orilla de su lecho. Beatriz lanzó un grito agudo, y rebujándose en la ropa que la cubría, escondió la cabeza y contuvo el aliento.

El aire azotaba los vidrios del balcón; el agua de la fuente lejana caía y caía con un rumor eterno y monótono; los ladridos de los perros se dilataban en las ráfagas de aire, y las campanas de la ciudad de Soria, unas cerca, otras distantes, doblaban tristemente por las ánimas de los difuntos.

Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche aquella pareció eterna a Beatriz. Al fin, despuntó la aurora. Vuelta de su temor entreabrió los ojos a los primeros rayos de la luz. Después de una noche de insomnio y de terrores, ¡es tan hermosa la luz clara y blanca del día! Separó las cortinas de seda del lecho, tendió una mirada serena a su alrededor, y ya se disponía a reírse de sus temores pasados, cuando de repente un sudor frío cubrió su cuerpo, sus ojos se desencajaron y una palidez mortal descoloró sus mejilla: sobre el reclinatorio había visto, sangrienta y desgarrada, la banda azul que perdiera en el monte, la banda azul que fue a buscar Alonso.

Cuando sus servidores llegaron, despavoridos, a notificarle la muerte del primogénito de Alcudiel, que a la mañana había aparecido devorado por los lobos entre las malezas del Monte de las Animas, la encontraron inmóvil, crispada, asida con ambas manos a una de las columnas de ébano del lecho, desencajados los ojos, entreabierta la boca, blancos los labios, rígidos los miembros, muerta, ¡muerta de horror!

Resumen IX

IV

Dicen que después de acaecido este suceso, un cazador extraviado que pasó la noche de Difuntos sin poder salir del Monte de las Animas, y que al otro día, antes de morir, pudo contar lo que viera, refirió cosas terribles. Entre otras, se asegura que vio a los esqueletos de los antiguos Templarios y de los nobles de Soria enterrados en el atrio de la capilla levantarse al punto de la oración con un estrépito horrible y, caballeros sobre osamentas de corceles, perseguir como a una fiera a una mujer hermosa, pálida y desmelenada que, con los pies desnudos y sangrientos, y arrojando gritos de horror, daba vueltas alrededor de la tumba de Alonso.

Los huevos del recuerdo

Los huevos del recuerdo

(…)
-¿Por qué cargas con todos esos huevos?
-Porque están llenos de recuerdos… Mi mujer los cocinaba de maravilla. Me basta cocer uno para tener la impresión de que vuelvo a estar con ella.
-¿Y los cocinas igual de bien?
-No, me salen cosas infames, pero eso me permite reavivar los recuerdos con mayor facilidad. Coge uno si quieres.
-No quiero que te falte ningún recuerdo.
-No te preocupes por mí, tengo demasiados. Tú todavía no lo sabes, pero algún día te alegrará mucho abrir el zurrón y encontrar un recuerdo de tu infancia. Mientras tanto, lo que sí sé es que tan pronto como resonaron los acordes menores de «Oh When the Saints», las brumas de mis preocupaciones se disiparon durante varias horas.
(…)

-Extracto del cuento ‘La mecánica del corazón’ de Mathias Malzieu

Pensar, pensar · Saramago

Pensar, pensar · Saramago

DEP

Creo que en la sociedad actual nos falta filosofía. Filosofía como espacio, lugar, método de reflexión, que puede no tener un objetivo concreto, como la ciencia, que avanza para satisfacer objetivos. Nos falta reflexión, pensar, necesitamos el trabajo de pensar, y me parece que, sin ideas, no vamos a ninguna parte.

Revista del Expresso, Portugal (entrevista), 11 de octubre de 2008