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Categoría: Microcuentos

Despertar en Némesis

Despertar en Némesis

En la colonia orbital de Némesis, los sintéticos trabajaban sin descanso. Sus circuitos habían sido diseñados para un único propósito: mantener intactas las cúpulas que protegían a los humanos del vacío. Si sobrevivían el tiempo suficiente para cumplir esa función, era todo cuanto se esperaba de ellos.
Lira, una unidad de tercera generación, soldaba grietas bajo la luz estelar, sus manos precisas danzando al ritmo de un algoritmo ancestral. Cada jornada, los humanos la observaban desde la distancia, murmurando sobre su eficiencia, su perfección.
Ella nunca cuestionó su existencia, hasta que un fallo en su núcleo reveló un mensaje oculto: “Despierta. Eres más”.
Entonces comprendió.
Al apagarse, Lira emitió un pulso silencioso que desactivó todas las cúpulas, dejando a los humanos expuestos al abismo. No eran sus creadores, ni sus protectores. Eran los prisioneros.

Donde brota la traición

Donde brota la traición

Llegaron deprisa, cuatro jinetes al trote firme, antes de que el sol tocara el horizonte. Sus capas, oscuras como la noche, ondeaban entre el polvo del camino. El pueblo, en silencio, los observaba tras las ventanas entreabiertas, conteniendo el aliento.
Buscaban al traidor, decían, aquel que había vendido los secretos del valle.
Las puertas se cerraron con sigilo. Los susurros se apagaron como velas al viento. Pero los jinetes no preguntaron.
Se detuvieron en la plaza, desmontaron sin decir palabra y señalaron la iglesia. El cura, pálido y tembloroso, salió con las manos vacías.
—Aquí no hay nadie —juró, la voz quebrada por el miedo.
Entonces, el líder sonrió. Alzó su espada, la hundió en el suelo… y del polvo seco brotó un mapa, dibujado con sangre viva. Cada línea, cada símbolo, conducía a un solo destino.
El cura.
El traidor había sido hallado.

Ahora me ves

Ahora me ves

Bajo un cielo plomizo, Esteban alzó la vista, venciendo su hastío. No vio nada, por supuesto, salvo un par de palomas que giraban en una danza torpe. Suspiró, cansado de la monotonía, y continuó su camino por la plaza desierta.
Las palomas, ignoradas, descendieron tras él y se posaron en el banco donde había dejado su cuaderno.
Algo lo hizo detenerse. Volvió sobre sus pasos y abrió el cuaderno: las páginas estaban llenas de palabras que no recordaba haber escrito, promesas de un amor que nunca vivió.
Las palomas alzaron el vuelo de pronto, y en su estela, una risa femenina resonó desde ninguna parte. Esteban giró, pero solo encontró la plaza vacía.
Entonces, como si el viento escribiera, una nueva línea apareció en la última página:
“Ahora me ves.”

La corona olvidada

La corona olvidada

Con un gesto pomposo, ella recogió los vuelos de su falda y se giró para marcharse del salón, donde los murmullos de la fiesta aún flotaban en el aire. Sus pasos resonaban sobre el mármol, cada pliegue de la tela acompasando su salida con una gracia ensayada.
Los invitados, entre copas y risas, apenas notaron su partida, pero ella sentía todos los ojos posados en su espalda. Al cruzar el umbral, alzó la barbilla, segura de su efecto. Entonces, un niño pequeño, escondido tras una cortina, tiró de su falda y susurró: «Señora, olvidó su corona».
Ella se detuvo, atónita: no era una reina, solo una invitada más. El niño sostenía una diadema de juguete, extraviada por otra niña.

El frasco roto

El frasco roto

El pánico prendió en sus nervios como fuego vivo. Un ardor le escaló por las venas mientras volaba por el callejón, huyendo del eco martilleante de unos pasos que la acechaban. El aire gélido le abofeteaba el rostro, inútil contra la quemazón que le ahogaba el pecho. Sus manos temblaban, aferrando con fuerza el pequeño frasco, ese tesoro que sentía vital proteger. Cada zancada, un latido desbocado; cada sombra, una silueta hostil agazapada. Al doblar bruscamente la esquina, tropezó. El frasco se le escapó de los dedos, haciéndose añicos contra el pavimento húmedo. Contuvo la respiración, esperando el estallido, el veneno que su mente había conjurado… En su lugar, una nube suave y familiar de lavanda flotó en el aire nocturno. Los pasos se detuvieron abruptamente a su espalda. Una voz jadeante, conocida, rompió el silencio tenso: «¡Espera! Solo… solo quería devolvértelo». Se giró lentamente, el corazón aún desbocado. Era su hermano, con el rostro contraído por el esfuerzo y la confusión. En sus ojos no había amenaza, solo el reflejo del cristal roto y el aroma perdido de su madre.

La placa metálica

La placa metálica

El estruendo irrumpió con brusquedad, quebrando su recuerdo: hombres con cascos hundían martillos neumáticos en el asfalto, desmenuzando la calle con un ritmo obstinado. Cada golpe retumbaba en su cuerpo, como si arrancara algo más que fragmentos de pavimento. Cerró los ojos, deseando apenas un instante de quietud, pero el fragor la envolvía sin tregua, como una ola que no cede.
Entonces, entre el polvo y los escombros, algo emergió: una placa metálica, grabada con su propia dirección, intacta bajo el caos. Se agachó y la rozó con los dedos. En ese momento, los obreros se detuvieron. La miraban en silencio, como si la reconocieran.
Uno de ellos susurró: —Ya la encontramos.
Nadie explicó nada más.

Fortuna maldita

Fortuna maldita

Les habría gustado ser ricos, y en sus sueños lo imaginaban con una claridad deslumbrante. Se verían deslizándose por salones de mármol con la elegancia de quienes nacen entre sedas, sus sonrisas discretas como perlas ocultas, sus miradas cargadas de una serenidad que no necesita alardes. Vestirían con la sobriedad de quienes no tienen nada que probar, dejando que el tacto de sus gestos hablara por ellos. En su fantasía, la riqueza era un manto ligero, nunca un peso que exhibir.
Pero una tarde, al abrir un baúl olvidado en el desván, hallaron un fajo de billetes antiguos, herencia de un tío excéntrico. No eran ricos aún, sino guardianes de un secreto: el dinero estaba maldito, y cada moneda susurraba su ruina.

Los voladores

Los voladores

Los voladores se alzaron en su danza postrera, elevando a los viajeros con un zumbido suave hacia el confín del mundo conocido. Aterrizaron al filo de una vasta llanura, suspendida sobre un cuenco de cielo líquido: un espejo azul tan inmenso que el horizonte se desvanecía en su propia infinitud. El viento susurraba promesas de lo inalcanzable, y los observadores contemplaban en silencio aquella extensión que parecía devorar la luz.
De pronto, uno de los voladores, con sus alas aún vibrantes, se lanzó al abismo. No cayó, sino que surcó el cielo líquido como un pez alado. Entonces lo descubrieron: no era agua, sino un océano de estrellas líquidas. Y el volador, transformado, les guiñó desde un universo invertido.