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Categoría: Microcuentos

Cien

Cien

Cien señales, cien mañanas, cien palabras una tras otra, como hormigas, cien esperanzas, cien sueños como islas, cien momentos contigo, cien recuerdos, cien miradas, cien susurros, y caricias, cien espacios sin ti, cien luces, cien amaneceres, cien sonrisas, cien abrazos con beso y otros cien sin el, cien canciones, cien versos, cien botellas lanzadas al mar, unas veces con respuesta, otras sin ella, cien rincones, cien piedras de colores, cien pensamientos, cien anotaciones, … cien besos para ti.

Un recuerdo

Un recuerdo

Me pidió un recuerdo, y no supe que traerle. Pensé en traer la sombra de la encina que nos cobijaba cada verano en la plaza, pensé que sería bonito llevarle un pedazo del tejado de la iglesia, o el charco de la fuente de la alameda. Hasta quería haber cogido el sonido de las manzanas cuando caían maduras en el prado. O la mirada perdida del gato de doña Julieta, que siempre le ronroneaba cuando pasaba. ¡Pensé en tantas cosas!, que al final no supe que hacer.

Los pendientes

Los pendientes

Un pequeño fragmento, que me pasó una amiga, de una novela titulada «Las historias de Marta y Fernando», de Gustavo Martín Garzo…

‘Marta se puso estremecida los pendientes, pensando que muchos años atrás su abuela, y tal vez su madre, se los habían puesto ante aquel mismo espejo, con la cabeza llena de sueños. ¿Recordaban esos sueños a los suyos? Le pareció que todos los sueños de las mujeres eran semejantes, porque todos tenían que ver con las ansias de ser amadas. También que, cuando se miraban al espejo, todas experimentaban la misma sensación de agotamiento y de irrealidad que ahora sentía ella. Porque intuían que, en el fondo, eso no era posible.’

La niña más valiente del mundo

La niña más valiente del mundo

La niña más valiente del mundo no dibujaba soles amarillos porque el terror le incendiaba de vértigo las venas.
Le salían sin querer bocas selladas -no digas nada, es nuestro secreto- y firmaba con trazo tembloroso para que no sospecharan las maestras.
La niña más valiente del mundo se abrazó rota a su peluche roto y rogó cada día «Por favor, aún no llegues, Noche».
Seis domingos enterró notas de socorro en la arena para ser fuerte, para hacerse invisible.
La niña que nunca rompió el pacto, la que se mordió los labios, la que se echó la culpa de todo, la que quiso comprender y no pudo la que durante siete mil quinientos días pidió permiso para el grito y la risa era la niña más valiente del mundo.
Nadie lo sabía, pero yo ahora lo sé.

Una mujer y un hombre se quiere

Una mujer y un hombre se quiere

Un hombre y una mujer se quieren. Y aquí podría acabar la historia si no fuera porque un día el hombre sorprende a la mujer con otro hombre. Ella dice que le quiere pero él no la cree. Él dice que ella no puede querer a los dos. Un hombre, una mujer y un hombre se quieren.

Él se va pero sigue queriéndola. Ella lo recuerda y sigue queriéndolo. Un día él encuentra a otra mujer. Ella dice que le quiere pero él no se deja.
Él dice que la quiere, aunque no puede olvidar a una mujer. Un hombre y una mujer y un hombre y una mujer se quieren.

Etcétera.

Monotonía del mar

Monotonía del mar

¡Y otra vez! Monotonía de las travesías, de las gentes, siempre las mismas: hombres de negocios, viajantes de sus aburrimientos, apacibles mamás, inglesas tiesas, coquetas, cocotas; y en los amontonamientos de la tercera clase, los rebaños de la inmigración, las almas opacas o revueltas de la carne de fatiga, los que van soñando una ilusión de bienestar: Un Brasil, un Uruguay, una Argentina de oro. Monotonía de la inmensidad de agua, que cambia a cada instante, permaneciendo la misma: los colores de los cristales del Océano son ya más oscuros, más brillantes, más transparentes; más siempre es el terno espectáculo de esta divinidad visible y móvil, que llega a fatigar con su aspecto vasto e invariable. Apenas las fiestas del sol cambian, con sus decoraciones inauditas y sus rompimientos de oro y de piedras preciosas, la visión fatigante, y el corazón de la máquina ritma, también monótonamente, el paso del barco sobre las olas; y en ninguna parte como en medio de esta inmensa monotonía se despiertan en el espíritu dos misteriosos dones del alma: El recuerdo y la esperanza.
Un texto de Rubén Darío.

Reflejos

Reflejos

 

Dos. Como una imagen y su reflejo. ¿Quién la imagen y quién el reflejo?. Como tu pupila abierta, midriática, inmensa y negra. Como dos almas que han perdido los límites. Como dos mentes que han perdido los límites. Como si mi mente hubiera abierto sus puertas al mar y todo entrase en la misma ola. Como dos en el trapecio. Como ir el uno hacia el otro por el mismo alambre de funambulista. Mírame de frente. Mírame fijo para que no me caiga. Esta vez no hay red.
Como mariposas en el estómago. Como la marca de tus dientes. Como que yo siento tu temblor y tú el mío.
Llueve. Y donde estás tú diluvia. Como dos imágenes ante el espejo para hacer nacer a la que es mezcla de ambas.
Contiguas. Como las dos piezas de una misma fractura soldándose.
La niña en el punto de información de los grandes almacenes. Con los ojos abiertos como platos de susto. Temblando.

La mujer más bella del mundo

La mujer más bella del mundo

Acabo de escuchar de pasada, que a Ava Gardner se le considera como una de las mujeres más bella que ha existido. Eso me trae a colación un bello mini-cuento escrito por José Luis Avalle.

Era una mujer extremadamente bella, no había dudas. Si bien sabemos lo relativa que es la belleza, en cualquier época que hubiese vivido habría sido considerada una beldad extraordinaria. Sus ojos, su boca, su cabello, todo su cuerpo conservaba una perfecta armonía.
Desde su nacimiento fue un bebé hermoso, envidia de todas las madres. Muchas mujeres se decidieron a tener hijos, no porque los quisiesen, sino con la ilusión de que alguno podría ser tan bello como esa criatura.
A los 15 años era una flor, y a los 18 su belleza era un desafío. Al caminar por la calle, los únicos piropos que escuchaba provenían de mujeres. Los hombres, a su paso, quedaban boquiabiertos, extasiados, impedidos de articular palabra alguna. Balbuceantes, sólo la seguían con la mirada hasta que se perdía en la multitud, donde causaría nuevos estragos.
Novios no tuvo. Amantes, varios. Los elegía al azar, según su estado de ánimo, pues sabía que en realidad ningún hombre estaba a su altura. Nadie era lo suficientemente bello como para merecerla. La naturaleza había agotado la gracia de una generación en ella. Como amante era caprichosa, y con razón. ¡Quién podía negarse a sus deseos! ¡Quién se hubiese resistido a sus antojos! Sin embargo, hubo un magnate que, después de haber derrochado su fortuna en ella, quiso librarse de sus encantos. A bordo de su yate, en un rapto de comprensible locura pasional, extrajo un revólver y, decidido a eliminar a esa mujer insoportablemente bella, apuntó a su rostro. Ella sonrió. Eso bastó para que él dejara el arma. Ella la tomó y, después de darle un cálido beso en la frente, le disparó un tiro en dicho lugar.
El juicio tuvo gran resonancia. ¡Nunca se vio homicida más bella! Cuando se pedía en la sala que la acusada se pusiera de pie, una ovación coronaba el recinto. En realidad nadie quería condenarla, y si el juicio se extendió unos meses, fue sólo porque el juez, embelesado, deseaba tenerla día tras día en los tribunales. El único grupo que presionó para su condena fue el de los presos y guardacárceles que, lógicamente, veían la posibilidad de tener entre sus rejas a una mujer bella como jamás había sido vista. Pero eran minoría y ella fue absuelta, no sin antes prometer que en lo posible no volvería a matar.
A los 23 años su trascendencia era mundial. No hubo revista o diario en donde no apareciese su foto. Los concursos mundiales de belleza quedaron sin participantes. Nadie, en su sano juicio, veía la posibilidad de competir con ella. Los políticos trataban de explotar su imagen, pues cualquiera votaría por ella con tal de verla hablar por la red de T.V. Gobernantes del mundo entero la invitaban como huésped de honor a su país, pero, lamentablemente, en más de una ocasión alguna involuntaria superposición de fechas desencadenaba serios conflictos, aun entre países tradicionalmente amigos.
Merece destacarse la actitud del Papa, quien después de ver sus fotos pidió que jamás se la presentaran, tal su temor a sucumbir bajo su extraordinaria belleza.
A los 25 era sublime. Su hermosura estaba en el máximo esplendor.
Desarrollada, joven, vital. Sus facciones lograron alcanzar el tope de su potencial. Sus ojos tenían un color como nunca antes habían tenido. Su boca, sus labios, todo parecía estar en su apogeo. Su piel había alcanzado un grado superlativo de lozanía. Comparándola con un fruto, había alcanzado el punto ideal de madurez.
Fue por eso que, antes de cumplir los 26, un grupo de conspicuos hombres de ciencia le explicó de muy buen modo que una beldad así no podía ser exclusiva de una generación. Eso era egoísmo. Su belleza era tal que debía ser admirada sin límites espaciales ni temporales. Ella parecía no comprenderlo, pero para regocijo de generaciones subsiguientes, y a pesar de sus mohines, sonrisas, súplicas y ulteriores gritos de espanto, procedieron a embalsamarla.

La noche prometida

La noche prometida

Él le prometió una noche sobre el mar. Y ella contaba los días que faltaban con los dedos. Ella soñó las dunas bajo su espalda. Él encontró el modo de inventarle sábanas blancas y un ventanal a ese sueño. Lo importante era que el mar se escuchase entre las respiraciones contiguas. Dentro. Sobre. Bajo. Contra. Alrededor. Lo demás sobraba.

La mendiga

La mendiga

La mendiga bajaba siempre a la misma hora y se situaba en el mismo tramo de la escalinata, con la misma enigmática expresión de filósofo del siglo diecinueve. Como era habitual, colocaba frente a ella su platillo de porcelana de Sèvres pero no pedía nada a los viandantes. Tampoco tocaba quena ni violín, o sea que desafinaba brutalmente como los otros mendigos de la zona.
A veces abría su bolsón de lona remendada y extraía algún libro de Hölderlin o de Kierkegaard o de Hegel y se concentraba en su lectura sin gafas.
Curiosamente, los que pasaban le iban dejando monedas o billetes y hasta algún cheque al portador, no se sabe si en reconocimiento a su afinado silencio o sencillamente porque comprendían que la pobre se había equivocado de época.

Un microcuento de Mario Benedetti.