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Categoría: Microcuentos

La niña más valiente del mundo

La niña más valiente del mundo

La niña más valiente del mundo no dibujaba soles amarillos porque el terror le incendiaba de vértigo las venas.
Le salían sin querer bocas selladas -no digas nada, es nuestro secreto- y firmaba con trazo tembloroso para que no sospecharan las maestras.
La niña más valiente del mundo se abrazó rota a su peluche roto y rogó cada día «Por favor, aún no llegues, Noche».
Seis domingos enterró notas de socorro en la arena para ser fuerte, para hacerse invisible.
La niña que nunca rompió el pacto, la que se mordió los labios, la que se echó la culpa de todo, la que quiso comprender y no pudo la que durante siete mil quinientos días pidió permiso para el grito y la risa era la niña más valiente del mundo.
Nadie lo sabía, pero yo ahora lo sé.

Una mujer y un hombre se quiere

Una mujer y un hombre se quiere

Un hombre y una mujer se quieren. Y aquí podría acabar la historia si no fuera porque un día el hombre sorprende a la mujer con otro hombre. Ella dice que le quiere pero él no la cree. Él dice que ella no puede querer a los dos. Un hombre, una mujer y un hombre se quieren.

Él se va pero sigue queriéndola. Ella lo recuerda y sigue queriéndolo. Un día él encuentra a otra mujer. Ella dice que le quiere pero él no se deja.
Él dice que la quiere, aunque no puede olvidar a una mujer. Un hombre y una mujer y un hombre y una mujer se quieren.

Etcétera.

Monotonía del mar

Monotonía del mar

¡Y otra vez! Monotonía de las travesías, de las gentes, siempre las mismas: hombres de negocios, viajantes de sus aburrimientos, apacibles mamás, inglesas tiesas, coquetas, cocotas; y en los amontonamientos de la tercera clase, los rebaños de la inmigración, las almas opacas o revueltas de la carne de fatiga, los que van soñando una ilusión de bienestar: Un Brasil, un Uruguay, una Argentina de oro. Monotonía de la inmensidad de agua, que cambia a cada instante, permaneciendo la misma: los colores de los cristales del Océano son ya más oscuros, más brillantes, más transparentes; más siempre es el terno espectáculo de esta divinidad visible y móvil, que llega a fatigar con su aspecto vasto e invariable. Apenas las fiestas del sol cambian, con sus decoraciones inauditas y sus rompimientos de oro y de piedras preciosas, la visión fatigante, y el corazón de la máquina ritma, también monótonamente, el paso del barco sobre las olas; y en ninguna parte como en medio de esta inmensa monotonía se despiertan en el espíritu dos misteriosos dones del alma: El recuerdo y la esperanza.
Un texto de Rubén Darío.

Reflejos

Reflejos

 

Dos. Como una imagen y su reflejo. ¿Quién la imagen y quién el reflejo?. Como tu pupila abierta, midriática, inmensa y negra. Como dos almas que han perdido los límites. Como dos mentes que han perdido los límites. Como si mi mente hubiera abierto sus puertas al mar y todo entrase en la misma ola. Como dos en el trapecio. Como ir el uno hacia el otro por el mismo alambre de funambulista. Mírame de frente. Mírame fijo para que no me caiga. Esta vez no hay red.
Como mariposas en el estómago. Como la marca de tus dientes. Como que yo siento tu temblor y tú el mío.
Llueve. Y donde estás tú diluvia. Como dos imágenes ante el espejo para hacer nacer a la que es mezcla de ambas.
Contiguas. Como las dos piezas de una misma fractura soldándose.
La niña en el punto de información de los grandes almacenes. Con los ojos abiertos como platos de susto. Temblando.

La mujer más bella del mundo

La mujer más bella del mundo

Acabo de escuchar de pasada, que a Ava Gardner se le considera como una de las mujeres más bella que ha existido. Eso me trae a colación un bello mini-cuento escrito por José Luis Avalle.

Era una mujer extremadamente bella, no había dudas. Si bien sabemos lo relativa que es la belleza, en cualquier época que hubiese vivido habría sido considerada una beldad extraordinaria. Sus ojos, su boca, su cabello, todo su cuerpo conservaba una perfecta armonía.
Desde su nacimiento fue un bebé hermoso, envidia de todas las madres. Muchas mujeres se decidieron a tener hijos, no porque los quisiesen, sino con la ilusión de que alguno podría ser tan bello como esa criatura.
A los 15 años era una flor, y a los 18 su belleza era un desafío. Al caminar por la calle, los únicos piropos que escuchaba provenían de mujeres. Los hombres, a su paso, quedaban boquiabiertos, extasiados, impedidos de articular palabra alguna. Balbuceantes, sólo la seguían con la mirada hasta que se perdía en la multitud, donde causaría nuevos estragos.
Novios no tuvo. Amantes, varios. Los elegía al azar, según su estado de ánimo, pues sabía que en realidad ningún hombre estaba a su altura. Nadie era lo suficientemente bello como para merecerla. La naturaleza había agotado la gracia de una generación en ella. Como amante era caprichosa, y con razón. ¡Quién podía negarse a sus deseos! ¡Quién se hubiese resistido a sus antojos! Sin embargo, hubo un magnate que, después de haber derrochado su fortuna en ella, quiso librarse de sus encantos. A bordo de su yate, en un rapto de comprensible locura pasional, extrajo un revólver y, decidido a eliminar a esa mujer insoportablemente bella, apuntó a su rostro. Ella sonrió. Eso bastó para que él dejara el arma. Ella la tomó y, después de darle un cálido beso en la frente, le disparó un tiro en dicho lugar.
El juicio tuvo gran resonancia. ¡Nunca se vio homicida más bella! Cuando se pedía en la sala que la acusada se pusiera de pie, una ovación coronaba el recinto. En realidad nadie quería condenarla, y si el juicio se extendió unos meses, fue sólo porque el juez, embelesado, deseaba tenerla día tras día en los tribunales. El único grupo que presionó para su condena fue el de los presos y guardacárceles que, lógicamente, veían la posibilidad de tener entre sus rejas a una mujer bella como jamás había sido vista. Pero eran minoría y ella fue absuelta, no sin antes prometer que en lo posible no volvería a matar.
A los 23 años su trascendencia era mundial. No hubo revista o diario en donde no apareciese su foto. Los concursos mundiales de belleza quedaron sin participantes. Nadie, en su sano juicio, veía la posibilidad de competir con ella. Los políticos trataban de explotar su imagen, pues cualquiera votaría por ella con tal de verla hablar por la red de T.V. Gobernantes del mundo entero la invitaban como huésped de honor a su país, pero, lamentablemente, en más de una ocasión alguna involuntaria superposición de fechas desencadenaba serios conflictos, aun entre países tradicionalmente amigos.
Merece destacarse la actitud del Papa, quien después de ver sus fotos pidió que jamás se la presentaran, tal su temor a sucumbir bajo su extraordinaria belleza.
A los 25 era sublime. Su hermosura estaba en el máximo esplendor.
Desarrollada, joven, vital. Sus facciones lograron alcanzar el tope de su potencial. Sus ojos tenían un color como nunca antes habían tenido. Su boca, sus labios, todo parecía estar en su apogeo. Su piel había alcanzado un grado superlativo de lozanía. Comparándola con un fruto, había alcanzado el punto ideal de madurez.
Fue por eso que, antes de cumplir los 26, un grupo de conspicuos hombres de ciencia le explicó de muy buen modo que una beldad así no podía ser exclusiva de una generación. Eso era egoísmo. Su belleza era tal que debía ser admirada sin límites espaciales ni temporales. Ella parecía no comprenderlo, pero para regocijo de generaciones subsiguientes, y a pesar de sus mohines, sonrisas, súplicas y ulteriores gritos de espanto, procedieron a embalsamarla.

La noche prometida

La noche prometida

Él le prometió una noche sobre el mar. Y ella contaba los días que faltaban con los dedos. Ella soñó las dunas bajo su espalda. Él encontró el modo de inventarle sábanas blancas y un ventanal a ese sueño. Lo importante era que el mar se escuchase entre las respiraciones contiguas. Dentro. Sobre. Bajo. Contra. Alrededor. Lo demás sobraba.

La mendiga

La mendiga

La mendiga bajaba siempre a la misma hora y se situaba en el mismo tramo de la escalinata, con la misma enigmática expresión de filósofo del siglo diecinueve. Como era habitual, colocaba frente a ella su platillo de porcelana de Sèvres pero no pedía nada a los viandantes. Tampoco tocaba quena ni violín, o sea que desafinaba brutalmente como los otros mendigos de la zona.
A veces abría su bolsón de lona remendada y extraía algún libro de Hölderlin o de Kierkegaard o de Hegel y se concentraba en su lectura sin gafas.
Curiosamente, los que pasaban le iban dejando monedas o billetes y hasta algún cheque al portador, no se sabe si en reconocimiento a su afinado silencio o sencillamente porque comprendían que la pobre se había equivocado de época.

Un microcuento de Mario Benedetti.

Dos corazones

Dos corazones

Santiago tiene dos corazones, con uno late y con el otro palpita. Con uno sueña y con el otro vive. Pero con ambos se enamora y siempre a destiempo. No alcanza a completar el deseo con uno, que el otro despierta acelerado y el primero inevitablemente se apaga. Cansado de amores a medias, Santiago busca una mujer que le rompa el corazón justo a tiempo. Solo así se hallará completo.

El tren pasa

El tren pasa

 

El tren pasa cuando cruzo el puente sobre la vía y bien pudiera ser que eso no fuese un tren, sino mi vida. Y el tren pasa, y yo lo miro, pero nunca viajaré dentro. Y me pongo triste pensando en que preferiría ir sentado en uno de sus asientos azules, mirando por la ventana y escuchando el estruendo al avanzar. Pero el tren pasa y yo me quedo. Y me imagino llegando a la estación fría donde ella me espera en el andén. Nos miramos por un momento y después sonríe, sonríe esa sonrisa bendita que me hace sentir bien y que no sé de donde viene. El tren pasa y ya casi no le veo. Puedo sentir su mano en mi mano y oír como respira entrecortada por el frío. Es invierno y aunque la noche es oscura, veo sus ojos brillar. Me imagino su voz contándome cosas y casi me parece oírla.

Cuando abro los ojos, el tren se ha marchado y yo sigo aquí, apoyado en el cristal empañado con mi aliento, y soñando, soñando con marcharme en el tren que ya no veo.

Tenue presencia

Tenue presencia

 

En las tardes de invierno, cuando cae el crepúsculo pero todavía no lucen las farolas de la calle, existe un momento en que la claridad exterior resulta ya insuficiente para iluminar la casa y, sin embargo, parece aún demasiado temprano para encender lámparas y candiles. La penumbra se enseñorea entonces de las habitaciones y suelen producirse, a veces, pequeñas y misteriosas visiones que acaso nos hablen de una realidad distinta.

En una tarde así sucedió que, en el momento en que atravesaba yo la sala camino de mi cuarto, noté cómo súbitamente bajaba la temperatura al tiempo que percibí con el rabillo del ojo, en el reflejo que me devolvía la vitrina, una tenue figura junto a mi hombro que me susurraba quedamente: -Mira en el espejo y poseerás el conocimiento absoluto-.

Sobrecogido, sin miedo pero con inquietud, me abalancé sobre el interruptor y, en cuanto la luz disolvió el embrujo que me rodeaba, me giré excitado hacia el espejo de la entrada. No había nadie más en la estancia pero, por un instante, antes de que se evaporase el vaho que cubría su superficie, creí leer en el cristal: -Hay gente que se cree cualquier cosa-.