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Categoría: Microcuentos

Salta

Salta

 

– ¿Me quieres, verdad? –le preguntó.
– Sí, más que a nada en el mundo.
– ¿Confías en mí?
– Por supuesto.
– Entonces salta. Si te digo que puedes volar, puedes.
– Está muy alto, cariño.
– Salta de una vez.

Y saltó. De pronto se sentió ligero. Extendió los brazos, ahuecó las manos y empezó a planear. No era volar exactamente, pero sí le sirvió para aterrizar suavemente en el patio. Ella, subida en la azotea, le miraba asombrada.

– ¡Es fantástico! –le dijo-. Ahora salta tú.

Movió la cabeza, negando. Su cara ya no reflejaba asombro, estaba asustada. Luego se fue corriendo.

Deslumbrado

Deslumbrado

La oscuridad era mi amiga. Negro mi universo. Desconocía los amaneceres. Un día mi amiga la noche me presentó a su hermano el día. El penetró por mis ojos llenándolos de luz. Desde entonces vivo deslumbrado.

Una casita de montaña junto al mar

Una casita de montaña junto al mar

 

Esa era una montaña especial porque a distancia de meses conservaba magias y hechizos sólo para ellos. En la lejanía, además de los prados, se veía una construcción entre los árboles. Era una bella casita, pequeña pero acogedora, en resumidas cuentas un nido de amor creado sólo para vivir sueños. Del exterior aparecía a los ojos de los demás como un anónimo refugio de montaña pero, sólo asomándose a la ventana del salón se podía comprender la importancia de todo. El panorama era un… panorama que quitaba el aliento: un infinita extensión azul… el mar: era una casa en montaña pero que asomaba al mar. Había decidido él todo, también vivir allí junto a ella en un día de una calurosa primavera. Poca decoración, simple, pero elegida con cuidado y con amor, sólo el amor podía hacer todo tan especial. Entrando, enseguida se notaba que la música reinaba en esa casa: un equipo HI-FI lanzaba notas melódicas de canciones invernales cálidas e irresistibles, un poco más allá una colección de Alan Parsons llenaba una librería de madera clara cargada también de libros, CD y cassettes. En bajo al centro, un cajón inviolable, como lo llamaba él con tantos secretos para no olvidar jamás. Al centro, propio encima del pomo para abrir el cajón, una concha un poco especial que olía a amor y a mares lejanos. Se notaba sin embargo la presencia femenina en casa porque sobre la mesita, de frente, en el moderno sofá azul había un bonito ramo de flores de campo coloradísimo y más allá una graciosísima colección, cerrada celosamente en una cristalería, de miniaturas de perfumes nuevos y antiguos todos perfectamente alineados. El salón-entrada era el lugar donde él y ella adoraban pasar las noches. En cocina, pocas cosas ordenadas cuidadosamente: una cesta llena de revistas por un lado y una ventana con un buen balcón desde donde se podía respirar el olor del mar abrazados, columpiándose lentamente en ese viejo columpio recibido en regalo de algunos amigos. En el estudio…. un viejo PC abandonado desde hace tiempo, tantos libros y un buen escritorio puesto cerca de la ventana. El dormitorio es un secreto; es suficiente decir que una cama grande dominaba la habitación dándole un toque cálido, alegre y muy romántico. Allí habitaban y vivían sólo para amarse y para poder contar el uno con el otro, para saborear cada momento único e irrepetible que la vida les estaba ofreciendo y allí, sólo ellos contra un mundo entero. Eran felices y eso era suficiente. La felicidad soñada y ya alcanzada, parecía haber borrado las mil incomprensiones, las mil disputas y las infinitas lágrimas de ella antes de tener la certeza que ese fuerte quererse no era un juego para ninguno de los dos mas sólo el miedo insensato de un amor mágico y impetuoso. Un amor que hace olvidar todo y a todos, una pasión que quita el respiro, y la seguridad de haber encontrado juntos lo que se buscaba durante toda la vida: la serenidad de vivir, sin preocupaciones, libres de toda turbación. Ellos tan iguales y tan diferentes habitarán para siempre en esa casita, con aquel dulce secreto en el corazón: todos sus sueños estarán encerrados allí, porque finalmente sólo un juego los ha vuelto mágicos e invulnerables: el juego de la verdad, el juego de la claridad que les ha llevado a abrirse completamente el uno al otro para poderse revelar y donarse el encanto, la magia y la pasión encerrados en los preciosos universos escondidos dentro de ellos. Una casa de montaña asomada al mar…

La máquina de los sueños

La máquina de los sueños

A veces, me da por inventar máquinas. No hace mucho ideé una para soñar.
Cuando le hablé a mis amigos del asunto, se rieron de mí y me acusaron de estar demente. «Para soñar -argumentan- sólo es preciso dormir, o si se está despierto, pensar en cosas inalcanzables». Yo, a la vez me río de ellos. Y como deseo soñar algo que me satisfaga, me acuesto en la cama, pongo alrededor de mi cabeza unas cintas conectadas a un estimulador eléctrico, -que a su vez está conectado a un aparato donde he seleccionado lo que deseo soñar- y espero a que venga mi historia.

Este último tiempo he deseado soñar que tengo alrededor de 25 años, que las ideas para escribir son tan variadas y abundantes, que resulta una delicia estar conectado a la máquina. Es así, como he escrito versiones mejoradas de «La Biblia», de «El Decamerón», de «El Quijote de la Mancha», etc.

Cuando despierto, me queda la sensación de haber rebasado los límites de la cordura, y sólo me asiste el deseo de volver a los sueños de mi pobre realidad.

Podridos en el espacio

Podridos en el espacio

La noche era cerrada.
Los hombres verdes llegaron de su oscuro planeta y se esparcieron por todo el territorio elegido para el gran ataque.
En pocas horas más la Tierra estaría perdida.
Se alistaban para atacar, cuando el Sol salió; los hombres verdes comenzaron a madurar, y su cambio de color los avergonzó de tal manera, que colorados como estaban regresaron a su planeta de origen.
No fueron aceptados por la discriminación racial, muriendo poco después, podridos en el espacio.

~ Un microcuento de Marcelo Rolle

El hombre-cangrejo

El hombre-cangrejo

Como puso una vez un crío en un examen: los cangrejos son animales que avanzan retrocediendo.
Su futuro está siempre detrás; su mayor ilusión es estar entre las rocas o sumergido (en ese pasado que siempre fue mejor).
En el poema de Dante, se le dice a éste en las puertas del purgatorio que, si quería descubrir sus misterios, no debía nunca mirar hacia atrás.
Requisito fundamental entonces para no perderse en patatales que no llevan a ninguna parte: no mirar a lo que ya se ha hecho. No ser un hombre-cangrejo.
Pero esto no implica que no se pueda mirar hacia los lados para ver quién está también ahí, intentando abrirse paso entre las equivocaciones, contradicciones, dudas y perplejidades que nos rodean.
Para mí, la equivocación principal es no hacer caso de los que te acompañan, para bien o para mal.

El último capricorniano

El último capricorniano

Tom Powerful, presidente de la fábrica de armamentos, frente al ventanal de su despacho en el piso cincuenta y tres, se arreglaba el nudo de la corbata sin prestar mayor atención al trémulo amanecer de Manhattan.
Llamaron a la puerta.
-Adelante -dijo sentándose frente al enorme escritorio.
Una de sus secretarias, la trigueña, le acercó el periódico y se alejó taconeando.
La siguió con la mirada.
Abrió el diario; como de costumbre, antes de leer los valores de Wall Street, o el resultado del último partido de los Giants, leyó su horóscopo.
‘Hoy morirá en cuanto se oculte el sol.’ -¡Qué contrariedad! -dijo, y de inmediato llamó por teléfono a la compañía de aviación, comunicando su necesidad de dar la vuelta al mundo, junto con el sol, cruzando la línea internacional del cambio de fecha para burlar las predicciones astrológicas.
Volvió a amanecer, al este de Greenwich, bebiendo un bloddy-Mary, en el bar al aire libre de un exótico y concurrido hotel de Manila, feliz de creerse el único capricorniano viviente.
Cerca de él, una turista, con felinos anteojos negros, lanzó un grito señalando el cielo; quienes la rodeaban levantaron la mirada hacia el sol.
-¡Qué maravilla! -dijo el señor Powerful.
El eclipse duró un instante.

Un microcuento de Juan Carlos García.

Carta a un abuelo

Carta a un abuelo

Muy señor mío:
Empresa sólo para una vez, por lo difícil, y de otro lado, empresa sin mérito y hasta completamente inútil, la de una carta sin verbos. ¡Abajo, pues, los escritos de semejante condición! Pero antes una sincera felicitación, mi entusiasta enhorabuena, así a usted como a su caro nieto, vivo retrato de un joven de principios del siglo XX, mancebo, según vocablo de nuestros clásicos, no menos famoso por su elegancia en el traje, por su discreta diplomacia en salud y plática, por su prodigalidad en finas atenciones, lo mismo con los habituales paseantes del Paseo de Gracia que con el oscuro empleado de cualquier oficina. Sí, mi bendición a entrambos, al abuelo y al nieto; pero lo más alto de esta bendición para el alma de usted, palacio de la fe y de la caridad; para usted, mil veces más venerable que por sus canas, por su vejez pura y casto recogimiento; por sus virtudes, resplandores del cielo, y por sus rezos, develos de sus noches, ocupación del día, entretenimiento de las fiestas y fiestas de sus pascuas.

El rostro del transeúnte desconocido

El rostro del transeúnte desconocido

Era tan triste el rostro del transeúnte que venía a mí encuentro, que en el tiempo de recorrer algunos metros hacia mí, grabó en el mío dos arrugas profundas… duras arrugas sumidas en el más deprimente infortunio, de las que ya no puedo deshacerme.
Mi vida, modelándose desde entonces contra mi voluntad sobre la marca de este pasado terrible, ha cambiado, transcurriendo ahora en compañía de gentes agobiadas y miserables, o bien, mezclada a dramas aplastantes que no me habían sido destinados, hace que me deslice y me pierda… sólo por haberme dejado sorprender un día en la calle por un rostro atacado por la más profunda desgracia.

Un microcuento de Henri Michaux

Incertidumbre

Incertidumbre

-¿A quién echarle la culpa de esta terrible situación? ¿A los dioses? ¿A mis padres?… Yo no puedo saberlo. Sin embargo, lo cierto es que esta incertidumbre me tortura, me mata. Y lo peor del caso es que pasan los años… y ¡nada! ¡ni la mujer, ni la yegua! ¡Qué horrible es ser centauro!