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Categoría: Microcuentos

Las formas

Las formas

Durante una tormenta cayeron del cielo, entre la lluvia, todas las formas del mundo. Se mojaron, se ablandaron, se deformaron y se confundieron unas con otras. Un león ahora con forma de foca se arrastró por la hierba hasta que se cansó y se detuvo a morder margaritas. Un pararrayos ahora con forma de golondrina alzó vuelo y fue atrapado por un halcón que antes había sido una goma de borrar. Un niño ahora con forma de diccionario se deshojó un rato bajo la lluvia, y fue luego una pasta amarillenta. Un buey ahora con forma de cámara fotográfica hizo clic, clic, y se echó a andar hacia el norte magnético, ahora con forma de serpiente enroscada en un árbol. Una estrella fugaz que antes había sido un campanario trató de alumbrar un instante, pero se lo impidió la lluvia tenaz. Un coche que ante había sido un tiburón atropelló un telescopio que antes había sido una cáscara de banana. Un reloj que antes había sido un cruce de carreteras dijo cucú, cucú. La lluvia cesó y salió el sol. Las nuevas formas se secaron despacio, y cuando estuvieron bien firmes se separaron unas de otras y tomaron distintos caminos, asumiendo sus nuevos papeles. Una cosa eternamente informe, que por lo tanto no había participado en la metamorfosis, pero que había observado fascinada desde un bosque cercano, no se pudo contener y pensó un largo pensamiento informe.

El aviador imaginario

El aviador imaginario

El aviador imaginario miró a su alrededor. Desde los cielos de fantasía todo se veía distinto. Las personas casi no se distinguían en la tierra. Y en cierto sentido eso le reconfortaba. Huir del mundanal ruido de vez en cuando no estaba mal.
De pronto entro en una nube, y como imaginario que era se disolvió y desapareció para siempre.

El mar y yo

El mar y yo

 

De este lado está el mar. El de la infancia, el grande, el inmenso mar. Del otro lado quedo yo, mis miserias, mis grandezas, yo. Cae una lluvia fina que pincha en la piel, pero los míos no se preocupan de las cosas que os preocupan a vosotros, a los míos sólo nos importa el mar, grande inmenso; se me mojan las manos, el pelo que se pega a la espalda, la cara, los ojos, pero no me doy cuenta. Aquí enfrente está el mar, detrás mía el mundo, y en medio, yo.
Al otro lado del mar tú.
No sé dónde tengo que ir. Giro la cabeza, el mundo, enfrente el mar (el grande, el inmenso, el ingente) y detrás de él, tú. Me siento en la arena, las rodillas hacia delante, el cuerpo ladeado, o ha dejado de llover o he dejado de notar la lluvia, no sé dónde tengo que ir. Detrás el mundo, la gente camina tranquila, que ya se está ocultando el sol, tengo ganas de acercarme, de volver con ellos, de leer su libro de nombres y olvidarme del mar y de ti, ‘estás hecho de agua’, me dijiste, ‘si te alejamos del mar te vas a ahogar y a secarte’. Aliso la arena con una mano y con la otra escribo sobre ella, letras al azar, arabescos, símbolos sin sentido…
Se acerca un pescador, que en estos casos es lo frecuente, aquí se pesca de noche. Planta la caña, deja el cubo del cebo, ceba el anzuelo, lanza la caña. Me gustaría saber dónde quiero ir.
Me mira, se acerca y me pregunta por el nombre. El nombre. Mi nombre. Cómo quiere que lo conozca si ni siquiera sé dónde hay que ir, insiste en la pregunta con la mirada, yo tengo el estupor de no poder contestarle, miro el mundo, miro el mar, y como no sé dónde ir, agito un par de veces mi alas suavemente y me alejo volando.

Bricando de estrella en estrella

Bricando de estrella en estrella

Cuando las ciudades se llenan de recuerdos es espantosamente bello, pues es entonces que puedes respirar aires antiguos y llenar el alma de dulces memorias. Y tienes la oportunidad de tocar tu piel con suelos recorridos, con texturas provocadas por el pasado. Había una vez una cascarita de naranja… pedazo de cielo. La serena aceptación de lo que es… Que serena la noche, que sereno el viento y el frío dulzón que juega con mi cabello y mis ojos correteando por mi espalda y nadando entre los dedos de mis manos.
Tranquilidad y sosiego. Ando pero no estoy, pues navego brincando de estrella en estrella…

Loca de amor

Loca de amor

Parado en una esquina se encontraba el hombre más bello del mundo. Los ojos azules como el cielo eran un relámpago en la oscuridad. Su sonrisa acababa la tristeza de los afligidos. Su piel dorada como la arena irradiaba la suavidad de la seda. Su cuerpo duro como el acero, congeniaba con un corazón tan tierno como el de un bebé recién nacido. Esa fortaleza exterior no ocultaba el melado que llevaba por dentro. Ese físico tan perfecto, y esa alma tan noble, hacían realidad todos sus sueños. Sin poder soportar tanta belleza, cayo postrada a sus pies enloquecida de amor.

Venusinas

Venusinas

 

Las primeras llegaron al comenzar el mes de mayo. Eran tan bellas que hicieron soñar a los hombres a lo largo de los días y a lo largo de las noches.
Poco se tardó en saber que no eran nada hurañas, y los hombres se transmitieron la nueva. Hacían el amor con tal refinamiento, que dejaban muy atrás el ardor de sus rivales terrestres. El número ya grande de solteras aumentó.
Y seguían cayendo del cielo, más deseables que nunca, eclipsando a la mujer más maravillosa. Sólo el amor contaba para los hombres, y ellas no envejecían.
Mucho tiempo paso antes de que se dieran cuenta de que eran estériles.
Así que, cuando medio siglo más tarde sus robustos amantes llegaron de Venus, sólo quedaban en la Tierra hombres decrépitos y mujeres ancianas.
Tuvieron con ellos muchos cuidados y los trataron sin brutalidad.

Un microcuento de Pierre Versins.

El perro cantor

El perro cantor

 

Uno de los libros que más han marcado mi infancia y del cual guardo un grato recuerdo, sin lugar a dudas, hay sido: «La leyenda del Lobo Cantor», de George Stone. Una fábula conmovedora, sensual, de las que consiguen llegar a lo más íntimo de tu alma. Cuenta la leyenda, que hubo un tiempo en otro lugar, donde los lobos perdieron su canto y cómo después lo recuperaron, consiguiendo así la esencia de su alma. Un canto a la vida…

«El cielo eterno esperaba sobre el paisaje terso y cubierto de nieve.
Esperaba en silencio. Sin respirar. Y entonces llegó, imperceptiblemente, sin un principio exacto. Una música fantástica, aflautada. Extraños sonidos de sirena que se elevaban rápidamente y se arrastraban después en largas corrientes musicales que ondeaban en la noche. De pronto, una mezcla de estribillos guturales, fluidos, salpicando el coro misterioso. Resonando en la distancia y direcciones imprecisas. Como voces del tiempo. Los lobos cantaban.
Escuchar el canto del lobo es tener la experiencia de una expresión sensual, singularmente conmovedora, de lo selvático. Es un sonido de calidad insuperable, que parece fantástico e inhumano. Pero no irreal. Porque forma parte de la esencia de la criatura lobo: de su espíritu , de su ser, de su verdad. Es un canto trascendental que tomó forma innumerables milenios antes de que se definiese el tiempo. Algo elemental. Un grito vital desde el pasado. Una revelación del Universo mismo.»

Sin embargo, dice la leyenda que, en cierto período de su historia, los lobos no cantaban…

«El Lobo cantaba a la Montaña, que era orgullosa.
El Lobo cantaba para Todos.
Su Canto era de Amor. A la Tierra. A la vida.
La verdad de su Alma. Un arroyo sin fin.
Era ya antiguo cuando vino el Hielo.
En los tiempos de Dirus, el Gran Lobo Terrible.
Quien no siente este Amor, no puede cantar.
Y llamará maldad a la Canción. Indigna de los lobos. Así era Rufus. Rufus, el lobo tirano. El destructor.
Él y sus fieles se llevaron la Canción.
Y, durante milenios, el Cielo estuvo vacío.
Pero el arroyo siguió fluyendo. Uniendo el Pasado y el Futuro.
Dirus regresó.
Su búsqueda fue larga. Pero segura. Pues el Espíritu vivía, esperando. Liberado, resurgió su Poder. El Lobo recobró su libertad. La Tierra toda.
El Lobo canta a la Montaña, que es orgullosa. El Lobo canta para Todos.»

Olvidada

Olvidada

En ese frío rincón del universo estaba habitando ella. Casi nunca se movía, únicamente pasaba largos ratos mirando triste y profundamente su alrededor, casi sin parpadear, casi sin respirar, casi casi sin estar.
En momentos quería sentirse vencida, para poder tener una razón lógica de ese estado vegetal en el que se empeñaba existir, pero no podía la derrota tomarla suya.
En muy raras ocasiones, la madre luna llegaba a visitarla hasta allá, y acariciaba de una manera muy sutil sus mejillas, y era entonces cuando podía vencer un poco su naturaleza frágil, y volver a sentir que realmente existía.
Cuando nuevamente sola quedaba en ese espacio, reflexionaba con melancolía sobre tiempo atrás, sobre todo lo visto y vivido, sobre ese rincón que hoy en día era su hábitat, sobre los momentos de fugaz paz que desde llegada ahí, tenía de vez en vez.
En ese sitio no había ni tiempo ni espacio, lo único que sentía correr era el aire entre sus cabellos y su cuerpo, suave, muy suave.
Hubo una vez un momento, en que dentro de esa aparente quietud algo distinto sucedió. Su mejilla estaba húmeda, y era que unas lagrimas la habían bañado. ¡Ella estaba viva!

Mi luna

Mi luna

 

—Dime lo que ves, prima.
—Veo la luna blanca sobre la silueta de la sierra.
—Te engañan los ojos, prima. Lo que realmente ves es la luz del sol que refleja el satélite. Parece redonda y no lo es. Es más esfera que circunferencia…
— De eso estaba hablando, primo, de esa luna tuya de protones y electrones.
Pero tú no lo has comprendido: tus pasos no llegan al horizonte. Mi Luna es de verso y misterio. Mi Luna vive desde el principio y hasta siempre, pero sólo en el interior del ojo inocente de los niños.

El pulidor de estrellas

El pulidor de estrellas

Cierta vez en el camino me encontré con tres pulidores de estrellas y preguntándoles por separado el porqué de su oficio, el primero contestó que lo hacía porque a diario se miraba en su reflejo. El segundo respondió que lo desempeñaba porque sus ancestros de generación en generación lo habían hecho, como ahora él. El tercero dijo: «Yo soy soy pulidor de estrellas porque he visto que a veces son la luz de alguien perdido en el camino, pero además, porque quiero ser un gran pulidor para cuando encuentre a la mía».