From Moscow to Vladivostok
La Festa dels Traginers
La bondad del viaje
Viajar es la forma primera de aproximarse a lo ignorado y ya se sabe que el problema de viajar es como el de las drogas: requiere cada vez una dosis mayor. Viajar supone salir del espacio natural de tu propia vida, de la monotonía del existir, incluso del aburrimiento que propone lo cotidiano. Supone también un ejercicio de libertad extraordinario, ya que los días no se gobiernan por la obligación sino por el gusto e, incluso, por el capricho. Significa, además, hacer cada día algo diferente, encontrar cada jornada nuevos rostros, disfrutar de situaciones insólitas, darte de bruces con una realidad que has soñado y que de pronto se convierte en parte de tu vida. Viajar, por otra parte, y eso es algo en apariencia contradictorio, acorta el tiempo, porque todo lo que encuentras a tu paso despierta tu interés, tu pasión o tu rechazo, logra que, en suma, te sientas arrebatado por los sentimientos. Y los sentimientos alargan el ritmo del reloj del corazón. Sin embargo, quedarte en casa acaba por ser una forma de repetir a toda hora los mismos ceremoniales, impulsa a tu ánimo a correr cuanto antes las cortinas del tiempo, acelera el cronómetro del existir. ¡Qué extraño es sentir, cuando viajas, que el tiempo se detiene ante la vorágine de la vida, mientras que, cuando te quedas quieto, el tiempo vuela! No has salido un año de tu hogar y parece que hubieran transcurrido quince días. Y te has ido quince días de tu casa y tienes la impresión de que hubieran pasado tres meses. ¡Ah, la bondad del viaje!
– Javier Reverte
La Pampa de Quinua

La pampa de Quinua es uno de esos lugares mágicos perdidos en el mundo donde la tierra y el cielo se dan un beso. Allí el aire es limpio y vigoroso, el cielo es azul caribe y las nubes semejan copitos de algodón. A pesar de que los Apus te observan desde los cerros colindantes, la sensación de libertad es tremenda… te sientes perdido en la inmensidad del mundo… en lo más profundo de los andes peruanos.

El lugar es celebre porque en 1827 hubo una batalla por la independencia del Perú en la que perdimos los españoles, es por ello que la altiplanicie está presidida por un obelisco de 44 m de altura, erigido en honor de los héroes anónimos de la ‘Batalla de Ayacucho’. Se puede subir al obelisco para contemplar los alrededores en todo su esplendor, además hay un pequeño museo con algunos motivos de la contienda.

Para llegar hasta este singular lugar debemos partir desde Ayacucho. Tomamos una combi y después de 37 km llegamos a Quinua. Le pedimos al conductor que nos lleve al altiplano para así ahorrarnos la fatiga de caminar toda la subida hasta el lugar. No olvidemos que estamos a unos 3.500 metros sobre el nivel del mar y que a esa altitud el oxígeno empieza a escasear.
Una vez allí podemos optar por dar un paseo, visitar un pequeño mercadillo o cabalgar hasta unas cascadas cercanas.
De regreso lo ideal es llegar hasta el pueblo caminando. El paseo es agradable y nos llevará unos 10 minutos.

De paso podremos observar la artesanía local reflejada en los tejados de las casas que están adornados con piezas de cerámica, con finalidad protectora (iglesias de techo o toritos de Pucará), que corroboran la influencia que tuvieron los alfareros huarpas de la cerámica del Titicaca.

En la plaza de Quinua está el ‘Museo de Sitio’ que todavía conserva la habitación en que se firmó la capitulación tras la derrota de Ayacucho.

Y como no… también podemos acercarnos al mercadillo para comprar algunas piezas de cerámica y objetos típicos.

Otra de las gratas sorpresas que nos aguarda de regreso es un recinto arqueológico que dista a unos 10 km de Quinua. El paraje es totalmente diferente al del altiplano, con un microclima más seco donde abundan bosques de tuna, una especie de cactus. El recinto es inmenso y a medio explotar, con varias entradas. Obviamente lo mejor es entrar por arriba para ir bajando hacia la salida.

En nuestro recorrido podremos vislumbrar algunos resto arqueológicos de lo que queda de una de la ciudades de la cultura Wari. Fue la capital del imperio andino que existió entre los siglos VI y XII d.C. La ciudad, como todas las construcciones Wari, se caracteriza por la disposición rectangular de sus recintos, que están amurallados por paredones defensivos de hasta 6 y 10 m de altura.

Finaliza nuestro recorrido la visita de un museo que documenta las excavaciones.

Ya podemos dar por finalizada esta pequeña excursión por uno de los lugares más recónditos e interesantes del Perú.
La inerte espera

Ryszard Kapuscinkski ha plasmado, como nadie, el carácter de las gentes de África en su libro ‘Ébano’. Prodigiosa recopilación de crónicas, reportajes y análisis crítico del continente africano desde la más penetrante mirada lúcida de este reportero polaco.
En uno de sus capítulos nos muestra, a modo comparativo, las diferentes percepciones del tiempo que puede tener un africano con respecto a un europeo o viceversa.
Nos subimos al autobús y ocupamos los asientos. En este momento puede producirse una colisión entre dos culturas, un choque, un conflicto. Esto sucederá si el pasajero es un forastero que no conoce Africa. Alguien así empezará a removerse en el asiento, a mirar en todas direcciones y a preguntar: ‘¿Cuándo arrancará el autobús?’ ‘¿Cómo que cuándo?’, le contestará, asombrado, el conductor, ‘cuando se reúna tanta gente que lo llene del todo.’
El europeo y el africano tienen un sentido del tiempo completamente diferente; lo perciben de maneras dispares y sus actitudes también son distintas. Los europeos están convencidos de que el tiempo funciona independientemente del hombre, de que su existencia es objetiva, en cierto modo exterior, que se halla fuera de nosotros y que sus parámetros son medibles y lineales. Según Newton, el tiempo es absoluto: ‘Absoluto, real y matemático, el tiempo transcurre por sí mismo y, gracias a su naturaleza, transcurre uniforme; y no en función de alguna cosa exterior.’ El europeo se siente como su siervo, depende de él, es su súbdito. Para existir y funcionar, tiene que observar todas sus férreas e inexorables leyes, sus encorsetados principios y reglas. Tiene que respetar plazos, fechas, días y horas. Se mueve dentro de los engranajes del tiempo; no puede existir fuera de ellos. Y ellos le imponen su rigor, sus normas y exigencias. Entre el hombre y el tiempo se produce un conflicto insalvable, conflicto que siempre acaba con la derrota del hombre: el tiempo lo aniquila.
Los hombres del lugar, los africanos, perciben el tiempo de manera bien diferente. Para ellos, el tiempo es una categoría mucho más holgada, abierta, elástica y subjetiva. Es el hombre el que influye sobre la horma del tiempo, sobre su ritmo y su transcurso (por supuesto, sólo aquel que obra con el visto bueno de los antepasados y los dioses). El tiempo, incluso, es algo que el hombre puede crear, pues, por ejemplo, la existencia del tiempo se manifiesta a través de los acontecimientos, y el hecho de que un acontecimiento se produzca o no, no depende sino del hombre. Si dos ejércitos no libran batalla, ésta no habrá tenido lugar (es decir, el tiempo habrá dejado de manifestar su presencia, no habrá existido).
El tiempo aparece como consecuencia de nuestros actos y desaparece si lo ignoramos o dejamos de importunarlo. Es una materia que bajo nuestra influencia siempre puede resucitar, pero que se sumirá en estado de hibernación, e incluso en la nada, si no le prestamos nuestra energía. El tiempo es una realidad pasiva y, sobre todo, dependiente del hombre.
Todo lo contrario de la manera de pensar europea.
Traducido a la práctica, eso significa que si vamos a una aldea donde por la tarde debía celebrarse una reunión y allí no hay nadie, no tiene sentido la pregunta: ‘Cuándo se celebrará la reunión?’ La respuesta se conoce de antemano: ‘Cuando acuda la gente.’De modo que el africano que sube a un autobús nunca pregunta cuándo arrancará, sino que entra, se acomoda en un asiento libre y se sume en el estado en que pasa gran parte de su vida: en el estado de inerte espera.
-¡Esta gente tiene una capacidad extraordinaria de espera! -me dijo en una ocasión un inglés que llevaba mucho tiempo viviendo aquí-. Capacidad, aguante, es un sexto o séptimo sentido!
En alguna parte del mundo fluye y circula una energía misteriosa, la cual, si viene a buscarnos, si nos llena, nos dará la fuerza para poner en marcha el tiempo: entonces algo empezará a ocurrir. Sin embargo, mientras una cosa así no se produzca, hay que esperar; cualquier otro comportamiento será una ilusión o una quijotada.
¿En qué consiste esa inerte espera? Las personas entran en este estado conscientes de lo que va a ocurrir; por lo tanto, intentan elegir el mejor lugar y aposentarse lo más cómodamente posible. A veces unas se tumban, otras se sientan en el suelo o en una piedra, o se ponen en cuclillas. Dejan de hablar. El grupo de personas en estado de inerte espera es mudo. No emite ninguna voz, permanece en silencio. Los músculos se distienden. La silueta se vuelve lacia, se desmaya y encoge. El cuello se queda rígido y la cabeza deja de moverse. La persona no mira, no intenta divisar nada, no se muestra curiosa. A veces tiene los ojos entornados, pero no siempre. Los ojos, por lo general, están abiertos pero con la mirada ausente, sin brizna de vida. Puesto que he pasado horas observando multitudes enteras en estado de inerte espera, puedo afirmar que se sumen en una especie de profundo sueño fisiológico: no comen, no beben, no orinan. No reaccionan a un sol que abrasa sin piedad ni a las moscas, voraces y pesadas, que las asedian y se posan sobre sus labios y párpados.
¿Qué debe de pasar entonces por sus cabezas?
Lo ignoro, no tengo la menor idea. ¿Piensan o no? ¿Sueñan? ¿Recuerdan cosas? ¿Hacen planes? ¿Meditan? ¿Permanecen en el más allá? Difícil de decir.
Crónica de una excursión

De buena mañana tomamos el tren que nos llevaría a Monblanc. Es un pueblo perteneciente a la provincia de Tarragona. Le protege una cadena montañosa repleta de bosques frondosos de árboles caducifóleos. Conforme nos acercamos al pueblo la muralla y el castillo se recortan contra el entorno. Ya en el pueblo las calles aparecen semidesiertas. Un cafecito nos sentará bien antes de hacer camino. Son las 9 y el sol empieza a desplegarse suavemente. Lo primero es localizar la carretera que nos debe llevar a la ermita de ‘Sant Josep’, gracias a las indicaciones de los lugareños es bien fácil llegar hasta allá, además venía provisto de un dossier explicativo de la zona que íbamos a visitar.
La ermita de ‘Sant Josep’ sin ser arquitectónicamente atractiva es un lugar muy visitado tanto por los montblanenses que llegan paseando, como por la gente que llega de cualquier lugar y que conocen el sitio.
Desde ‘Sant Josep’ se toma un camino estrecho pero sin asfaltar que lleva al barranco de ‘la Vall’. Nos damos cuenta que hay marcas de pintura color rojo y blanco que va indicando el camino. El barranco se encuentra más adelante, con un camino amplio, hay muchas casas con huertos y balsas al lado. Al rato el camino se hace estrecho y sinuoso. La vegetación se hace más tupida.
Durante bastantes kilómetros el camino discurre paralelamente al barranco de ‘la Vall’. La panorámica es espectacular. Destaca sobre todo su frondosidad, ya que es una zona bastante húmeda, y eso se puede observar en la diversa vegetación del bosque, con innumerables tipos de árboles.
A pesar de que es una zona boscosa hay casas que recuerdan que un tiempo había gente que vivía todo el año.
Antes de llegar a la cabecera del barranco, se esconde ‘la fuente de Ana’, a partir de entonces el camino se hace empinado durante un par de kilómetros hasta llegar a Rojals. En ese precioso momento estamos a 1000 metros de altitud. Algo cansados después de tres horas de caminar. Una visita al pueblo para tomar un refrigerio. Vale la pena pasear por sus calles estrechas y bien arregladas y admirar las casa que se han ido restaurando acertadamente en los últimos años. Rojals se ha convertido en un lugar muy apreciado para veranear. Desde aquí se realizan multitud de excursiones siguiendo diferentes senderos.
Una vez repuestos toca realizar el camino de regreso, suerte que es de bajada. Alrededor de las 17.00 llegamos de nuevo a Montblanc. Nos da tiempo a dar una vuelta por el pueblo antes de tomar el tren. De paso compramos algo de repostería típica del lugar.
Ya con ganas de llegar a casa y tomarnos una ducha queda la sensación de haber vivido un día en plena naturaleza, con ganas de volver a repetir la experiencia en otro lugar de Cataluña.
Para ver las fotos: Fotos de excursión a Rojals
La ruta de Samaria

Si en alguna ocasión te dejas caer por la isla de Creta es lógico que quieras empaparte de su rica historia y vayas a visitar las ruinas del palacio de Knossos y su famoso laberinto del minotauro, o que te dediques a visitar algunas de sus encantadoras ciudades (Rethimno, Hania,…) y si te gustan las playas paradisiacas no tendrás problemas en encontrarlas… son increíblemente bellas y las hay todavía sin explotar; de arena muy fina. Algunas rodeadas de palmeras y árboles típicos de la zona.
No obstante, una de las actividades más curiosas que nos ofrece Creta es la posibilidad de patear casi 18 kilómetros en la llamada ‘Ruta de Samaria’.
Sin tener idea fija de lo que significa tal empresa uno acaba convencido de que merece la pena arriesgarse cuando en todas las guías aparece con la máxima calificación. Siempre he sido partidario de que el viaje ha de tener cierto carácter sorpresivo e improvisado… que a cada paso que des hacia lo desconocido sea la puerta a un nuevo descubrimiento enriquecedor.
El autocar te deja en la localidad de Omalos a 1.250 metros de altitud sobre el nivel del mar cerca de la entrada al parque nacional de Samaria. Sorprende la gran cantidad de visitantes que surgen de infinidad de autocares dispuestos a comenzar la caminata ataviados de gorras, shorts, cantimploras y bolsas de plástico con algún tipo de refrigerio para tomar durante el camino. Sin embargo, pienso que lo más importante es llevar buen calzado, preferiblemente botas de ‘trecking’. Por desgracia, un servidor no iba preparado para estos menesteres y le tocó calzarse de ‘nautics’. Imaginen las posteriores consecuencias…
El paisaje impresiona por lo escarpado, por sus pinos, abetos, por su gran belleza natural… Nada tiene que envidiar a las vistas que podemos encontrar en los Picos de Europa o en los Pirineos; algo curioso en Creta, ya que en su mayor parte su terreno es semiarido.
El sendero transcurre cuesta abajo hasta llegar a una torrentera, a partir de entonces todo se vuelve pedregoso. Cantos rodados por doquier, mientras a nuestro alrededor el paisaje se va estrechando paulatinamente. Poco a poco van apareciendo los muros de la garganta de Samaria, impresionantes paredes con más de seiscientos metros de altitud. El momento culmina cuando el paso se estrecha hasta tal punto que apenas separan unos metros una pared de la otra. Son las llamadas ‘Portes’ -Puertas-.
Después de caminar durante unas cuatro horas y con los pies con alguna que otra ampolla llegamos hasta orillas del mar libio en Agia Roumeli. Allí nos refrescamos y reponemos un poco, acto seguido tomamos un barco que nos lleva a Hora Sfakion donde nuestro autocar nos está esperando de vuelta al hotel.
La excursión ha durado todo el día entre horas de autocar, caminata y barco… a pesar del cansancio acumulado merece la pena tal esfuerzo.
La Casa-museo de Nicolae Popa

Si alguna vez visitas Rumanía y te encuentras cerca de Târpesti, lo más probable es que te dejes cautivar por la «Casa-museo de Nicolae Popa». Este entrañable hombre ha dedicado gran parte de su vida a recolectar todo aquello que ha encontrado en su camino, desde máscaras tradicionales hasta retablos, íconos, telas, trajes típicos, figurillas, cachivaches, cerámica y un largo etcétera. Las habitaciones y pasillos de su casa están literalmente atiborradas de objetos, creando una especie de caos ordenado, donde cada rincón cuenta una historia. Es probable que su afición provenga de un profundo amor por el folclore y las tradiciones de su país, algo que, con el tiempo, le ha valido varios premios internacionales.
La casa-museo se sitúa en medio de un paisaje rural, rodeada de casas de campo en una zona típicamente agrícola, por lo que no es raro ver gansos, gallinas y carros tirados por mulas dando vueltas cerca. A menudo, los niños del pueblo juegan por los alrededores, completando esta estampa pintoresca de la vida rural rumana.
Como cierre de su hospitalidad, Nicolae organiza, en el patio de su casa, una pequeña muestra de danzas tradicionales con máscaras y trajes. Los asistentes, sentados en banquetas dispuestas en el perímetro del patio, pueden disfrutar de la improvisada danza de los lugareños, quienes se visten con trajes tradicionales y se dejan llevar por los ritmos del laúd tocado por el propio Nicolae Popa. Es una experiencia única que no solo muestra el folclore, sino también el alma de la gente de Târpesti.
Si alguna vez deseas hacer un «garbeo virtual» por este rincón de Rumanía, no dudes en visitar la Casa-museo de Nicolae Popa.
Esa es mi geografía

La infancia es un territorio luminoso que, quien más o quien menos, añora. Pero también es un espacio donde se dan situaciones pesarosas, muchas de las cuales la mayoría hemos preferido olvidar. Por lo que a mí respecta, una de las cosas más tediosas, se daban en el colegio. ¡Esa gravosa obligación de hacer todo los días lo que menos te gustaba! Claro que había asignaturas que me gustaban más que otras. Una de las que menos me gustaban era historia y geografía ¡Tenías que aprender de memoria tantas palabras complicadas, indescifrables, inútiles…! Lo malo de la infancia es que la abrumadora lógica de tu inocente y joven corazón choca siempre con la lógica exterior que dictan los adultos. Y la mayor parte de nosotros nos rendimos a esa exigencia sin llegar a saber que estamos perdiendo lo mejor de nosotros. Por eso me caen siempre muy bien las personas con corazón de niño.
Nunca pude aprender al completo, por ejemplo, la lista de las capitales del planeta, por ejemplo, Nouakchott, Tananarive o Dar es Salaam. Imagínate: si ya costaba saberse los nombres de las regiones y provincias españolas, ¡qué sucedería con los centenares de topónimos del ancho mundo!
La vida es una sorpresa: yo estaba peleado con la geografía y la historia y acabé por ser un vicioso de los viajes. Y el milagro se produjo. Empecé a pisar sobre los nombres. Quiero decir que puse los pies sobre la realidad de muchos de aquellos topónimos que martirizaron mi infancia. Y al caminar sobre ellos, al sentir sus olores, al contemplar su geografía real con mis propios ojos, me quedé extasiado con muchos de ellos. Y ninguno de sus nombres se ha borrado de mi memoria por más que no haya puesto el menor empeño en aprendérmelos. He visto Sandanski, Teotihuacan o Abul Simbel y he visitado dos veces Niza, he deambulado por Dublín… Fijas en tu memoria los nombres de esos lugares, como el de el/la chic@ que te gustó durante una temporada cuando te sentabas en el colegio en el pupitre a su lado. ¡Cómo vas a olvidarlos nunca si alguna vez estuvieron en tu corazón! La geografía se transforma en un acto de amor cuando empiezas a viajar. Creo que, si volviera a estudiar, se convertiría en mi asignatura favorita y siempre obtendría sobresaliente. Pero, claro, dedicaría seis meses al estudio y otros seis a patear la Tierra.
Estoy enamorado de muchos de los lugares que he visitado. Son nombres que me transmiten aromas, sabores y sonidos. Esa es mi geografía.